ebemos al poeta Sergio Cordero un aforismo fulminante: En la historia de México, el pasado resucita porque fue enterrado vivo
. Mientras prevalezca el actual Estado que barre bajo la alfombra sus errores, nuestros horrores y en general todo lo que afecte su imagen de hegemonía, legitimidad y control, el pasado no puede morir. No se ve cómo, ante tanta historia mocha apuntalada en mentiras y arbitrariedades. Somos un país de ruinas continuas, antiguas y contemporáneas. Convivimos con los fantasmas muy de cerca, regresan en oleadas. Así como cayó Tenochtitlán ya habían caído las antiguas Palenque, Tajín, Monte Albán, Chichen Itzá. Pero sus piedras siguen gritando porque los herederos directos de sus constructores están vivos y despiertos, patean todo lo que pueden por liberarse y ayudarle a bien morir al pasado insepulto antes de que sea demasiado tarde: nahuas, choles, totonacas, zapotecas, mayas. Cinco siglos de modernidades y revoluciones no los han respetado jamás, y es la fecha que al poder prefiere embarcarse en su exterminio (con resultados pobres, demográficamente hablando).
Hoy, matizadas por una lentitud de décadas, todas las investigaciones de la verdad
(de masacres, defraudaciones electorales o financieras, construcciones y extracciones brutales que expulsan pueblos enteros) terminan en impunidad absoluta.
La oportunidad centenaria de revivir al ya bien resucitado Porfirio Díaz no sólo delata las comezones de la academia de derecha, sino que los gobiernos recientes se identifican mil veces más con él y su régimen de modernización racista y autoritaria que con el tumultuoso levantamiento popular que lo derrocó y cuyo incendio dio origen al régimen que desde el fin de la Revolución gobierna sin interrupción alguna. En perspectiva, no podemos tomar en serio como cambio
los dos sexenios del PAN, cuando éste ya era un instrumento más de lo que, por pereza mental, seguimos llamando PRI; administraron el changarro mientras los ex revolucionarios terminaban de barrer bajo la alfombra el 68, el 71, el 88, el 94, el 97, uf. Con perdón de los creyentes de la transición democrática
, el régimen no ha cambiado. El Estado aflojó algunas riendas ciudadanas, pero clavó en otras partes tremendas espuelotas para correr amok de la mano del capitalismo radical, y sigue tan campante, montado en el dogma sin responder jamás por sus crímenes de guerra, sus conspiraciones antinacionales, sus descarados latrocinios y el descarado reparto de favores a un empresariado incondicional. Un poder así parece inderrocable, ¿Qué otro régimen contemporáneo lleva 90 años sin cambio? (aparte del vecino Estados Unidos, claro). En América Latina, ninguno.
La criminalidad durante el porfiriato no era exclusiva del bandidaje folclórico. Los finqueros del sureste y los colonos del norte (los yaqueros) tenían permiso de matar indios, y hasta recompensa, mientras la represión se desbocaba al cambio de siglo. En otra escala, las actuales matazones no son sólo por los malos de la maña, o las fuerzas del orden en su combate; escuadrones de la muerte y fuerzas legales también decapitan, desuellan y desaparecen sin rendir cuentas, dueños de la ley, las cárceles y la propaganda.
¿Cuánta es la capacidad nacional de olvido? Pareciera un barril sin fondo y no obstante nos rodean fantasmas que indignan, duelen y roban el sueño. No mitigan la inquietud los opios de la televisión y las religiones (muchas predican sumisión práctica al Estado). Ahora que la reforma agraria está no sólo enterrada sino incinerada, restituimos honores al dictador que en su momento la impedía. ¿Dónde poner los fantasmas de Zapata y Flores Magón, que están a la baja en el discurso oficial pero si uno va por el país encuentra que nomás no se van?
El poder ha logrado una cosa sí y otra no. Va a cumplir un siglo de inamovilidad que ni soviética, cerca como nunca de Estados Unidos (en el gobierno ya ni les da el pendiente que la causaba a don Porfirio el pobre México
). Pero no ha conseguido erradicar ningún fantasma. Los agravios siguen vivos, se suman, van dejando huella. Viven los indios levantiscos de la colonia; en las mismas selvas, montañas y desiertos, los pueblos siguen estorbándole al poder, más que nunca. Pervive la noción de que hubo un tiempo que los funcionarios eran patriotas, inteligentes, responsables y honestos, durante la Reforma. De que sí se puede, aunque desde el cardenismo no haya vuelto a ocurrir. Las luchas y las ideas de la Revolución negada persisten en sus fantasmas, tangibles de tan carnales en el recuerdo de aquellas cruzadas de educación para todos. Tanto como el hoyo que las masacres dejan en la conciencia colectiva. Flamante evidencia de que nada muere son los 43 jóvenes de Ayotzinapa. Ni el Estado, dueño de los controles, pudo probar su muerte.
Cuántas burlas, derrotas y claudicaciones se aguantarán antes de que la concentración de fantasmas negados devenga abrumadora y algo tenga que pasar.