Toros y votos, tiempo de cobrar
La Plaza de Las Ventas se mexicaniza
n buen aficionado y ferviente demócrata me comentaba: “Dice una vieja consigna que ‘si no votas, no te quejes’. Es decir, que si no te involucras en la designación de los gobernantes ¿con qué derecho les pides cuentas? Me parece que, dados los pocos mecanismos de control con que contamos, la cosa es a la inversa: si mediante el voto das tu aval a quienes ya sabes cómo son –abusivos, corruptos, irresponsables, despilfarradores– entonces no te extrañe que continúen haciendo lo mismo. Con tu voto les has dado tu permiso y visto bueno para ello. O bien guardaste silencio en lugar de protestar alto y claro. Anular tu voto, en cambio, equivale a proferir un ¡Ya basta! de manera clara e inequívoca, civilizada, legal y pacíficamente”.
Como todo lugar común la frase Si no votas no te quejes
tiene el defecto de la simplificación y en buena medida de la alcahuetería de un sufragismo emergente que recomienda votar a como dé lugar, incluso si es para anular el voto y manifestar que no se está de acuerdo con el desempeño de gobernantes, legisladores, partidos políticos y muchísimo menos con los candidatos que éstos proponen, en prolongada y ridícula fila de sonrisitas prometedoras. Equivale también a la desvergonzada cantaleta si no te gustan los toros, no vayas
, es decir, si como aficionado no asistes no te quejes de los promotores que te han corrido a patadas de las plazas.
Para tranquilidad de quienes están dudando entre votar, anular o abstenerse, hay que recordar que decidan lo que decidan siguen teniendo todo el derecho a quejarse, a protestar y a rechazar, como puedan, imposiciones, ineptitudes y corrupciones. No se gobierna y se legisla para los votantes, sino para toda la sociedad, incluidos por cierto los aficionados a una fiesta de toros hace años secuestrada por los neopropietarios del país, con la puntual complicidad, ojo, de las autoridades democráticamente elegidas.
No hay un solo candidato –escoja cargo y partido– que se haya atrevido a mencionar o a defender la tradición taurina del país, y menos a cuestionar la mezquina oferta de espectáculo del intocable duopolio. No es por disciplina o por humanidad que se niegan a hacerlo, sino por su temor a perder votos, a no ser política y culturalmente correctos, es decir, manada, atajo de meros cogotes de hule una vez que amarren el puesto de títeres vestidos de legisladores.
Es hora entonces de que aficionados y público, no los taurinos seudopositivistas que quieren llevar la fiesta en paz, se la cobren a estos politicastros ataurinos, incapaces de nombrar no se diga de defender la fiesta de toros de nuestro país, engañado y manoseado por propios y extraños. Que su dócil y absurdo silencio hacia el toreo tenga un costo electoral. Que el desentendimiento sea recíproco pues.
Ya se supo a qué ha venido varias temporadas grandes al Cecetla (Centro de Capacitación para Empresarios Taurinos de Lento Aprendizaje), antes Plaza México, el empresario, hace 11 años, de la Plaza de Las Ventas de Madrid, Manuel Martínez Erice (San Sebastián, 13 de mayo de 1964). Ha venido no a agilizar un saludable intercambio de toreros, sino a tomar el diplomado intensivo Anteponer la apoteosis a la bravura sin perder utilidades
, y los agradecimientos y menciones de que aquí ha sido objeto se debieron a su asiduidad y aplicación en el mismo.
En Las Ventas se ha reducido la seriedad del coso a la edad y el trapío de las reses que ahí se lidian –mansedumbre con carne de cuatro para cinco años de edad generalmente, y con unas encornaduras que complican el toreo bonito–, pero entre el esnobismo de unos y la comodidad de otros, en la última década también allá se olvidaron de la bravura, ese instinto innato de pelea del toro que es sustento ético de la lidia y emoción de los públicos, para dar prioridad a la embestida dócil, con recorrido y repetidora, reduciendo el tercio de varas al minipuyazo de trámite, como en México.
La apoteósica
tarde del aquí impuntual Sebastián Castella en la vigésima corrida de la Feria de San Isidro confirma esta mexicanización de la fiesta de los toros en Madrid. Jabatillo, un toro castaño bien puesto, con 525 kilos, del hierro de Alcurrucén recibió sólo un puyazo para que su boyantía llegara íntegra a la muleta y llegó. Fue una embestida de dulce para correrle la mano a placer, no para someter la codicia y después hacerle monerías.
Torero tecnócrata como el resto de las figuras –saben hacer las cosas con eficacia pero saben poco porque carecen del don de la inspiración–, Castella, demasiado cartesiano, hizo una faena correcta, precisa y quieta, excepto la estocada caída con que finiquitó al noble astado y de la que salió desarmado. Contados momentos de interioridad en medio de aquella embestida que planeaba fueron premiados con dos orejas excesivas y vuelta al ruedo a los despojos del noblote astado. Aquí lo indultan y al torero lo canonizan, pero bravura, tauromaquia y arte torero son otra cosa.
Si así está la otrora catedral del toreo, hay que imaginarse cómo estarán las capillitas de virreinatos y capitanías.