n nutrido conjunto de analistas de la actualidad mexicana concluyen, imbuidos en el espíritu aliancista, en la conveniencia de que, los partidos de la izquierda, integren una coalición que aspire, con sólidas bases, a conquistar el poder formal del Estado. Ésta ha sido la prédica durante el largo periodo que va de principios de los años ochenta del siglo pasado hasta el reciente 2012. Cinco dilatados sexenios vieron pasar una coalición tras otra empujando las candidaturas presidenciales de Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador. Ninguno de los dos terminó sentado en la silla de mando supremo. Pero eso no implica el fracaso de sus amplias coaliciones. Bien se conocen los tramposos y delictivos pormenores que entorpecen los procesos políticos mexicanos. Se llega al extremo de hacer desaparecer el concepto de fracaso electoral para la izquierda y sus alianzas.
En el transcurso de tantos años de intentos por arribar al poder por parte de la izquierda coaligada se pueden observar, con relativa claridad, varios de sus elementos condicionantes. El desgaste del tiempo, las ambiciones personales, las confusiones ideológicas, el cambio de paradigmas, el factor externo y el accionar de los opositores son sólo algunos pormenores determinantes para el éxito o el fracaso de las alianzas. Para un acercamiento efectivo que arroje luz en la ruta integradora, se tiene que partir de una perogrullada: nada es inmutable en la realidad y, menos aún, en tratándose de política. Lo que en un momento dado parecía una conjunción prometedora, en otro se descompone hasta perder toda su energía y atractivo para el ciudadano. Las novedades de rostros, figuras y mercadeo de promesas son tan frágiles como las emociones despertadas en un grupo dado de votantes. Al día siguiente todo se vuelve distinto, dudoso, sin fondo efectivo que conduce hasta la protesta repelente.
El núcleo del fenómeno de la izquierda nacional es relativamente reciente. Su cuerpo definitorio bien puede situarse con la irrupción del Partido Comunista (PC) en el rejuego partidista y la lucha abierta por el poder. Su decisión de abandonar la clandestinidad forzada y su principio revolucionario como única ruta para acceder al poder, imprime su marca de origen y, mucho tal vez, de su destino. Una segunda etapa de la incipiente historia de la izquierda se visualiza cuando el PC se ve acompañado por varias formaciones impulsadas de manera simultánea por posturas de izquierda y compite, de manera abierta, en la contienda electiva. Todas ellas se aliarían de nueva cuenta tras el formidable impulso de la campaña de C. Cárdenas en aquel 1988 de todas las tribulaciones electorales. La disolvencia experimentada por partidos y demás organizaciones tuvo mucho de sacrificio y otro tanto de generosidad. Ambiente y disposición que no se volvería a presentar durante los otros dos intentos cardenistas por hacerse del poder. El grosero fraude sufrido en su primer intento (88) no sólo impidió el triunfo de las posturas nacionalistas y populares, sino truncó la energía transformadora de la naciente izquierda.
En medio de esta confluencia de fuerzas socio-políticas, el nacimiento de un gran partido (PRD) se vio como una consecuencia inevitable. Una formación novedosa, deseada por la inmensa mayoría de los activistas de ese algo que, después, se llamarían las izquierdas. Voltear a escudriñar aunque sea parte del origen, las vicisitudes y la ruta seguida por la izquierda lleva, casi de inmediato, a reflexionar sobre las expectativas y los deseos de cambio que impulsaron tanto a militantes como a los votantes de ese entonces: se quería construir una sociedad más equitativa, justa, libertaria, democrática, popular y participativa que la observada hasta entonces.
A partir de esos prometedores años de iniciativas y enjundia envidiable se dieron sucesivos pasos que empezaron a confundir el horizonte asequible para los ciudadanos. Fueron los años noventa de tragedias y crisis sucesivas que azotaron al país. El atractivo por el cambio democrático mermó su poder de convocatoria hasta que apareció la figura de López Obrador como un aliciente de los arrestos transformadores. Con esfuerzos adicionales se pudo, quizá por última vez, formar las predicadas alianzas. Los repetidos fraudes subsiguientes las pondrían, junto con la democracia misma, en la picota de la crítica y el desengaño masivo. Los organismos que hoy agrupan a las presumidas corrientes de izquierda han extraviado su espíritu reivindicador, honesto y solidario. Sus íntimos tratos con el más rapaz pragmatismo electorero los aísla, rebaja y separa. En estas condiciones, perseguir el horizonte aliancista entre los partidos socialdemócratas, con miras a 2018, se antoja no sólo banal sino contraproducente.