a semana pasada el gobierno colombiano anunció que clausura su política de rociar cultivos de coca con herbicidas por vía aérea. Con eso pone fin a una práctica que lleva unos 20 años en rigor y ha sido un instrumento clave en la guerra contra las drogas en Colombia, como lo es también en México, por cierto.
Lo importante del caso es la justificación que el gobierno colombiano ha dado de esta medida: se detiene el programa porque la Organización Mundial de la Salud (OMS) ratificó que el pesticida que se usa en las campañas de destrucción de cultivos es un cancerígeno. En otras palabras, Colombia da carpetazo a un instrumento importante de la guerra contra el narco, porque considera que los daños que causa a terceros y al ambiente necesitan ser tomados seriamente en consideración a la hora de diseñar la política pública.
La decisión colombiana importa y es muy relevante para la discusión mexicana, tanto en sus particularidades como por sus implicaciones generales. La guerra contra las drogas ha sido hasta ahora el ejemplo más flagrante de la práctica antidemocrática que tenemos en América Latina. Su aspecto antidemocrático tiene en realidad dos caras: una que tiene que ver con la forma privada en que se han tomado decisiones que deberían ser objeto de deliberación pública, y otra relativa a la desigualdad en la distribución de los daños de las políticas que se han impulsado.
La guerra contra el narco ha sido una campaña que ha afectado a la totalidad de la nación, sin que haya mediado un debate público informado ni de las causas de la guerra, ni de sus costos, ni de alternativas posibles. Es decir, se ha embarcado al país –en realidad, a todo el continente– en una política con efectos universales (todo México está afectado por esa política), sin que haya habido una discusión informada acerca de costos ni de alternativas.
En lugar de una discusión informada –que es necesaria para cualquier deliberación democrática– tenemos un debate que se restringe al plano moral, ya sea a denunciar el efecto de envenenamiento de las drogas, que es muy real, o al problema de la libertad personal mientras no haya daños a terceros, que es también una postura muy defendible. Pero estos son, ambos, argumentos éticos. La discusión democrática de políticas públicas requiere, además de argumentación moral, datos relevantes sobre costos, datos de efectos sociales y políticos, y en cuanto a salud pública, porque es sólo con ellos que se puede sopesar colectivamente la argumentación moral. Y esa discusión informada ha brillado por su ausencia. En este sentido, la guerra contra el narco, y la criminalización de las drogas en general, ha sido una política antidemocrática.
En México se usan los mismos herbicidas que acaba de prohibir Colombia para la erradicación de la amapola y de la mariguana. Desde hace tiempo se sabe que son cancerígenos, lo de la OMS simplemente confirma lo consabido. ¿Ha habido una discusión pública de si la política de fumigación justifica el aumento en víctimas de cáncer que habrá en las regiones rociadas? No la ha habido. Como tampoco ha habido una discusión de cómo comparan las 100 mil muertes y los 22 mil desaparecidos de la guerra contra el narco con lo que se hubiera proyectado en muertes si se hubiera optado por la descriminalización de las drogas y por programas de regulación de venta, tratamiento oportuno, etcétera.
La falta de deliberación pública de la política a seguir, basada en datos y argumentos, es el primer motivo por el que decimos que la política de criminalización de las drogas es una política antidemocrática.
El segundo motivo es también profundamente antidemocrático y tiene que ver con la falta de democracia en la distribución social de los costos de la política de criminalización de las drogas. La cuestión de los herbicidas es, de nuevo, buen ejemplo, justamente porque es menos dramático que todas las noticias de descabezados, levantados, o esclavizados. Cuando una avioneta rocía algunas hectáreas con herbicidas, los daños de ese químico afectan por igual a los campesinos que siembran amapola que a los que no la siembran. Afectan por igual a hombres que a mujeres, a niños que a ancianos. Es decir que los habitantes de una zona gomera pagan todos parejo, independientemente de su papel en la economía de la amapola. Además, la fumigación afecta la salud de los campesinos , pero no la de los mandos que organizan el cultivo. En otras palabras, tenemos una política que castiga más al campesinado que al sector urbano, y eso se hace sin discusión alguna. Y eso se puede hacer porque los campesinos tienen poca voz en el sistema político. Hay ahí otra insuficiencia democrática. (Imaginemos, si no, lo que sucedería si se optara por una política que implicara envenenar a los vendedores de drogas y a sus familias y vecinos inmediatos en cualquier colonia de la ciudad de México, rica o pobre.)
De hecho, es justamente debido a la incomodidad que causa la desigualdad en la distribución de costos sociales de la política antidrogas que durante el sexenio de Felipe Calderón se volvió dogma de Estado la idea de que los muertos eran casi todos narcos, matándose entre sí. No había habido un estudio serio de la distribución de costos de la guerra del narco. En vez, el costo social de la política antinarco se transformó en artículo de fe: todos los muertos eran, en principio, culpables. Tenían que serlo, porque si no, había que comenzar a indagar la distribución de costos de la política emprendida, cosa que abría la política a un genuino debate democrático.
La dramatización más potente de la falacia de que todos los muertos eran por definición narcos sucedió en 2009, cuando Calderón declaró desde Japón que los 18 muchachos asesinados en una clínica de rehabilitación de Ciudad Juárez eran culpables de su propio asesinato. Ante la protesta enardecida de los padres de familia, el presidente tuvo que recular y pedir perdón por su declaración, pero el problema iba mucho más allá de formas y declaraciones. Y, de hecho, la disculpa pedida no ha implicado hasta la fecha un cambio de rumbo respecto de la discusión pública de los costos de las políticas emprendidas.
Una política democrática frente al problema –muy real– de las drogas y de la drogadicción implicaría, en primer lugar, una discusión informada de los costos, ventajas y desventajas de la solución emprendida, frente a políticas alternativas. Implicaría, también, un análisis de la distribución social de los costos de una u otra política. En los peores años de violencia en Ciudad Juárez, la ciudad de El Paso, al otro lado del puente, fue reconocida como la segunda ciudad más segura de Estados Unidos. Eso habla de la distribución de costos de la política actual. Habla mucho, también, la presencia desproporcionada de negros y latinos en las cárceles estadunidenses; también la captura y reclutamiento obligado de migrantes centroamericanos para uso de carne de cañón por los cárteles mexicanos. Habla de lo mismo la falta de presupuesto para la rehabilitación de drogadictos, frente a los gastos tan abultados en policías y ejércitos, privados y públicos.
La criminalización de las drogas y la guerra contra el narco ha sido una política antidemocrática porque no ha habido una discusión pública informada ni de costos ni de alternativas, y porque los costos sociales de las políticas seguidas se distribuyen socialmente de forma muy desigual: afectan más a campesinos pobres que a pobladores urbanos, más a negros y latinos que a blancos, más a México que a Estados Unidos, más a migrantes centroamericanos que a colonos mexicanos…
El gobierno colombiano acaba de dar un primer paso, modesto, pero importante, hacia la democratización de la política pública frente a las drogas.