as noticias no pueden ser más desalentadoras. Un día sí y otro también, los medios de comunicación proyectan imágenes de inmigrantes subsaharianos rescatados de las aguas del Mediterráneo por patrulleras pertenecientes a la Unión Europea. Mujeres embarazadas, madres con bebés en brazos, jóvenes en estado de hipotermia y shock, todos desorientados y con la mirada perdida, son atendidos por personal militar y Cruz Roja. Los militares apuntan sus armas, los médicos y personal auxiliar visten monos blancos, guantes y mascarillas, los inmigrantes ilegales son considerados una epidemia contagiosa. Los sobrevivientes que han sorteado la muerte son sometidos a interrogatorios, fichados, fotografiados y trasladados a centros de acogida de extranjeros, que más parecen campos de afinamiento donde lo más probable es que sean repatriados. La petición de asilo o refugio político es una lotería.
Las costas de Italia y España se han trasformado en un caladero de muerte. La tragedia toma una dimensión difícil de entender. No hay palabras. La sinrazón se apodera del drama humano convertido en pesadilla. Las agencias y los informativos prefieren relatar lo morboso, aquello que centre la atención del espectador, los muertos no son noticia. En Palermo, nos anuncia la presentadora, vestida a la moda, han sido detenidos 15 inmigrantes musulmanes, rescatados en aguas próximas a Sicilia por tirar al mar a una docena de inmigrantes cristianos. Meses antes, nos asombraban con otra noticia: en las costas de Almería, algunos de los sobrevivientes de pateras declararon haber tirado por la borda a una docena de subsaharianos para evitar zozobrar y darles una paliza a otros hasta matarlos.
En abril de este año en Italia, atravesando el canal de Sicilia han perdido la vida mil personas en sólo dos pateras. Y son más de 100 mil quienes han perdido la vida en esta travesía imposible. Y qué decir de aquellos que caminan por meses hasta llegar a la frontera marroquí con España, esperando tener mejor suerte que sus compatriotas de las pateras. En Ceuta y Melilla, muros de la vergüenza y la ignominia, no menos que los levantados en Gaza, con alambres espinosos, son el mecanismo disuasorio para los inmigrantes. Estéril decisión: cada semana saltan la valla decenas de personas; pocas logran el éxito. Quienes lo consiguen son detenidos y expulsados en caliente, negándoles el habeas corpus, acusándolos de agresión a la autoridad y entregándolos al gobierno marroquí, cuya policía y fuerzas del orden los reciben de manera ejemplar: palizas, torturas, y en algunos casos pagan con la vida los sueños de trabajar en España. En la memoria reciente, podemos fijar las imágenes captadas por periodistas y videoaficionados, de guardias civiles disparando a inmigrantes que intentaban llegar a la playa. Muchos se ahogaron y otros desaparecieron sin recibir ayuda. Los responsables directos y quienes autorizaron abrir fuego con balas de goma son trasformados en héroes de la patria por el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, y su homólogo de Defensa, Pedro Morenes. Ambos los elogian y los condecoran. Esconden pruebas, ocultan grabaciones y culpan a los inmigrantes de ser los agresores. La versión oficial es un insulto a la inteligencia; la guardia civil se defendía disparando de los agresores que los increpaban y amenazaban. ¿Les estarían haciendo aguadillas y mojando sus uniformes?
En este contexto, desde hace un tiempo las autoridades europeas han descubierto un argumento para justificar la represión, las extradiciones y las matanzas, señalando que actúan en nombre de la libertad y en defensa de la democracia occidental.
En las pateras y barcos piratas, apuntan, se encuentran camuflados miembros del Estado Islámico, cuyo objetivo es realizar atentados terroristas. Preocupados por el cariz del problema, jefes de Estado, presidentes de gobierno, ministros de Exteriores, Defensa e Interior, es decir, la inteligencia en pleno, se reúnen juntos o por separado para tomar medidas. Y se les ocurre una gran idea para enfrentar el problema de la inmigración, aumentar el presupuesto militar destinado a las tareas de control, inteligencia y patrullaje en las aguas del mar Mediterráneo. En esta febril decisión, el primer ministro de Gran Bretaña, David Cameron, ofrece fragatas para abordar los barcos pateras con la condición de desembarcarlos en cualquier país, menos en las costas británicas.
El enemigo al cual se enfrentan, apuntan concienzudamente, es un conglomerado de traficantes de personas, mafias pertenecientes al crimen organizado y miembros del Estado Islámico. Para las autoridades europeas la buena voluntad debe dar paso a una férrea decisión de atacar el problema de la inmigración ilegal como parte de una política de defensa estratégica.
En esta perspectiva, apuntan, debe hablarse con las autoridades nativas
en los países de origen, para que vigilen e informen de los barcos piratas para su posterior bombardeo con drones y de esa manera disuadir el tráfico de inmigrantes. Aquí no se discrimina. Al fin y al cabo da igual un liberiano que un nigeriano, que un etíope que un eritreo; en definitiva son todos negros, no tienen pasaportes y hablan raro. No se les puede dejar entrar a Europa, son unos muertos de hambre. Si arriesgan la vida son insensatos y se les debe aplicar la misma receta que antaño practicasen con sus antepasados, las casas reales de España, Gran Bretaña, Holanda, Bélgica, Dinamarca, la pulcra burguesía francesa o la culta clase dominante alemana. Explotarlos hasta la muerte, primero como esclavos y hoy como países dependientes, extrayendo sus riquezas naturales a cambio de celebrar un Mundial de futbol y quedarse en su sitio sin moverse.
Deben entender que no son bien recibidos en la cuna de la democracia occidental. Si no lo hacen por las buenas, lo harán por las malas. Palo, azote, cárcel, tortura y muerte.