a insatisfacción de los mexicanos es innegable y creciente. En la oferta de los partidos y el poder no hay nada que permita vislumbrar una condición mejor a la que padecemos, más bien al contrario. La gente busca salidas a sus situaciones personales o comunitarias y no encuentra más que escollos u obstáculos francamente insalvables.
El Estado ha llegado al punto anhelado en el Consenso de Washington: ser un instrumento completamente al servicio de las grandes corporaciones multinacionales. Las reformas estructurales se han consumado en un elevado porcentaje –ahí viene la del agua– y los aparatos gubernamentales se especializan en defender la ejecución de los proyectos empresariales a como dé lugar, intentando pasar evidentemente por encima de la resistencia popular; la creación de la Gendarmería Nacional es el más descarado mecanismo en ese sentido: se trata de un cuerpo policiaco dedicado a abrir paso mediante la fuerza armada a las mineras, las petroleras, las hidroeléctricas y las obras de generación de energía. El círculo se estrecha mediante funcionarios del aparato judicial que obedecen órdenes de los operadores del Poder Ejecutivo para impedir la preservación de los derechos ciudadanos, con muy honrosas excepciones, como la del juez Fernando Silva y unos cuantos más. La impunidad complementa el modelo de actuación de este gobierno de las grandes empresas que hoy encabeza Enrique Peña Nieto, continuador de lo hecho en al menos los cuatro sexenios anteriores.
A la creciente oposición social el gobierno responde con imposición, manipulación mediática y represión abierta, hasta descarnada. Cierra válvulas.
La suspensión del programa de Carmen Aristegui de la señal de MVS hace ya más de un mes es un hecho de la mayor relevancia, pues ella representa a una muy importante porción del periodismo con credibilidad, el que se atreve a ejercer la denuncia y el análisis profundo. No es la única, como bien dijo Enrique Galván Ochoa en la reunión del domingo pasado en Coyoacán (video en lajornadadeoriente.com.mx), cuando masivamente fueron llenados amparos para reclamar el derecho de las audiencias. Al menos, dijo allí Galván, hay que hablar de La Jornada y Proceso en este grupo de medios críticos.
Quienes formamos o aspiramos a formar parte de este grupo sabemos que si fueron por Carmen, vendrán por nosotros, apretarán las tuercas mientras sigamos atreviéndonos a ejercer un periodismo comprometido. Y si suprimen la crítica mediática, la ciudadanía se verá mermada en sus posibilidades de información para llevar a cabo acciones correctivas. Protestar y actuar en contra del despido de Aristegui es actuar no por todos, pero sí por la inmensa mayoría de los mexicanos. Las minorías ya controlan a los medios más poderosos, pero no dejan de ser minorías.
Como también dijo Galván este domingo, las principales víctimas en el periodismo mexicano son las decenas de reporteros que han perdido la vida en los estados de la República, cuyos homicidios o secuestros no pasaron más allá de la nota informativa de un día o dos. La unión de este gremio en su parte más sana es indispensable y urgente. Hay que dejar a un lado la soberbia y los recelos.
La saña gubernamental contra Carmen y su equipo llega al extremo de tratar de que desaparezca su portal en Internet: durante días y días ha sufrido un ataque cibernético con recursos muy poderosos, que sólo pueden provenir de grupos igualmente poderosos. No sólo fue por inhibir la presentación del reportaje sobre la masacre de Apatzingán, porque no hicieron lo propio con los otros portales que participaron en la divulgación periodística, como el de Proceso y Artículo 19: fue y es directamente contra ella y su equipo. Esta obsesión del poder en su contra es extraordinariamente preocupante. ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar?
Algunos medios estamos acosados, es cierto. Recuerdo la infame campaña, no hace mucho tiempo, orquestada desde un periódico capitalino contra nuestra directora, Carmen Lira, con el ánimo de amilanar nuestro periódico; esperanza inútil. En los estados, como Puebla, los mirreynatos llegan hasta la persecución contra quienes compran publicidad a los medios indómitos. Por eso es mejor echarnos una mano entre todos. Está claro que lo que se nos avecina es peor.
La ofensiva contra los comunicadores independientes no es la única ni la peor, aunque sea muy visible. Allí están los horrendas masacres de Tlatlaya, Ayotzinapa y Apatzingán. En Puebla, además de muchas represiones como la de Chalchihuapan –con la impunidad correspondiente–, el gobernador Rafael Moreno Valle tiene presas y procesadas al menos a 133 personas por el hecho de haberse opuesto a un conjunto de proyectos impopulares y persigue a la prensa opositora. Manifiesta un encono no visto desde tiempos de los criminales Gonzalo Bautista O’Farril y Maximino Ávila Camacho.
Pero a la resaca le sigue el oleaje. Existe también un proceso de resistencia creciente, organizado, en las ciudades y el campo. Ningún partido comanda este proceso, porque éstos se encuentran ensimismados en la búsqueda de sus zonas de confort, de enorme confort. Estamos viendo renacer a más comunidades campesinas y urbanas para actuar en el espacio que los partidos no ocupan, que los medios de comunicación entregados al poder omiten. El gobierno y los grandes empresarios nacionales y extranjeros cierran válvulas, todas las que van encontrando. Eso es muy peligroso porque están dejando cada vez menos espacios, incluso al desahogo. Ellos son los únicos responsables de lo que ocurre y pueda ocurrir en este desmoronado país que es el nuestro.
Es la sexta vez que concesionarios de radio y televisión despiden a Carmen Aristegui; para ellos y los gobernantes en turno resulta insoportable su periodismo. Pero como en anteriores ocasiones, Carmen volverá –esperemos que en un medio lo menos controlado posible–; volverá y crecerá más, volverá, ya lo dijeron antes, y será millones.