a directora de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), Michele Leonhart, renunció a su cargo ayer a raíz de un escándalo que involucra a agentes de ese organismo en fiestas con prostitutas en Colombia, y luego del voto de no confianza
que emitió la Cámara de Representantes del vecino país respecto del desempeño de la funcionaria en torno al asunto.
Debe recordarse que el mes pasado el Departamento de Justica estadunidense dio a conocer un reporte interno que reveló la participación de algunos de sus agentes en fiestas con prostitutas financiadas por cárteles del narcotráfico en Cartagena, Colombia, como parte de una investigación más amplia derivada de otro escándalo, en el que miembros del servicio secreto estuvieron involucrados con trabajadoras sexuales en esa misma ciudad, en 2012, cuando el presidente Barack Obama participaba en la Cumbre de las Américas.
Más allá del escándalo sexual y de sus implicaciones morales y de imagen pública para el gobierno estadunidense, el episodio es revelador de la débil línea divisoria que existe entre las corporaciones de seguridad y combate al narcotráfico del vecino país y las organizaciones delictivas a las que dicen perseguir. El hecho referido es un botón de muestra de la hipocresía y la doble moral de la clase política estadunidense en el tema del combate a las drogas: mientras países como México y Colombia han sufrido los estragos de una política de combate al narco impuesta y diseñada desde Washington, funcionarios de ese gobierno se han visto involucrados en episodios de abastecimiento de armas a los cárteles, como ocurrió en nuestro país a instancias de la agencia gubernamental encargada de controlar el tabaco, el alcohol y las armas de fuego (ATF).
En el último trienio se ha dado a conocer y se ha documentado que la propia DEA ha participado en operaciones de lavado de dinero para los narcotraficantes del sur del río Bravo; los comerciantes de armamento de la franja sur de Estados Unidos hacen dinero vendiendo armas sin ningún control oficial, a sabiendas de que buena parte de ellas son enviadas a la delincuencia organizada en México, y no se tiene noticia de que el gobierno de Washington realice un esfuerzo policial significativo contra la introducción de drogas ilícitas por la frontera común ni que se empeñe en desmantelar las redes de distribución de enervantes en su propio territorio.
Según puede verse, las dependencias del gobierno estadunidense como la ATF y la DEA no muestran escrúpulos para quebrantar la legalidad nacional, traficar armas de fuego destinadas a los grupos criminales que comercian droga, lavar dinero procedente de éstos e incluso participar en fiestas financiadas por narcotraficantes, como ha quedado claro en diversas pesquisas realizadas en el país vecino. En tales circunstancias, resulta grotesco que políticos y medios de la nación vecina se desvelen ante la supuesta falta de confiabilidad de las corporaciones de seguridad de países como México y Colombia, y que justifiquen, con base en ello, la operación de sus propios efectivos en territorios ajenos.