Por qué Morena
o estoy en y con Morena por seguir ciegamente a López Obrador, por inercia mental y mucho menos para conseguir un hueso o una prebenda, sino porque es la única organización política que conozco con presencia nacional que tiene un programa social y popular para el país, porque allí se encuentra buena parte de la ciudadanía consciente y porque es uno de los poquísimos espacios en los que aún es posible luchar por la decencia, la honradez y la congruencia, y ganar la lucha. Claro que el partido no se construye en el cielo, sino en la tierra; aquí hay muchos corruptos y oportunistas y más de alguno ha conseguido incrustarse en la organización. Por eso se requiere participación constante y una vigilancia permanente de la militancia sobre la dirigencia, recurrir a los órganos de fiscalización del propio partido e impedir que los recursos públicos recibidos se conviertan en botín de una burocracia partidista. No estamos para perder el tiempo fabricando un PRD bis.
No me gustan las elecciones ni las campañas políticas y sé que las instituciones electorales (el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) están podridas de raíz; no confío en ellas. Pero creo que si se logra un caudal masivo de votos es posible obligarlas a reconocer victorias opositoras. Creo también que una fuerte presencia en el Congreso de un partido no entregado al régimen oligárquico (considero que PAN, PRD, Verde y Nueva Alianza son ya meros instrumentos de control, dominación y reparto de cargos) puede ser decisiva para frenar la destrucción del país que se lleva a cabo mediante las reformas estructurales del peñato, así como para obstaculizar que el priísmo gobernante emprenda una represión masiva y generalizada en contra de las luchas sociales y de las instancias independientes que quedan.
Sé que ganar una elección es muy difícil, que defender el triunfo es aun más arduo y que, incluso si se logra una victoria y se consigue defenderla, ello no garantiza el cumplimiento del programa de gobierno ni la fidelidad de los mandatarios a sus mandantes. En otros términos, los comicios, por sí mismos, no van a rescatar a México de la devastación, la postración y la crisis general en que se encuentra.
Concibo el terreno de los comicios como uno de los frentes en los que se debe estar y luchar, no como el único instrumento de transformación social. Para que la participación electoral tenga sentido debe arraigarse en las causas sociales y populares y articularse con las movilizaciones, con la resistencia civil pacífica y, sobre todo, con la construcción de organización independiente en todos los ámbitos de la vida pública y en todo el territorio. De esa manera será posible alcanzar el nivel de participación electoral requerido para ganar y hacer valer la voluntad popular. En esa forma será posible vigilar desde la sociedad que los funcionarios y representantes no se corrompan ni traicionen sus promesas. Así podrá transitar el país de esta mascarada de democracia representativa que actualmente padece a una democracia participativa funcional. Dicho de otra manera: tengo claro que para tomar el poder real y no sólo oficinas gubernamentales –para lograr que el pueblo ejerza el poder, pues–, hay que construirlo desde abajo.
Pero pienso que los esfuerzos por procurar la organización autónoma de la sociedad tampoco bastan, por sí mismos, para quitarse de encima al régimen oligárquico. En ausencia de una organización (partido, red, confederación, congreso o como se llame) que articule en escala nacional las luchas locales, éstas son fácilmente aisladas, divididas, desvirtuadas o reprimidas por el gobierno.
Creo que es menos difícil convencer a la ciudadanía de que vaya a votar una mañana dominical que persuadirla para que salga a las calles a manifestarse; es más fácil convocarla a manifestaciones que lograr que deje de ir a trabajar o que deje de consumir marcas monopólicas y de comprar en centros comerciales; es más fácil organizar un boicot comercial y televisivo que una toma de carreteras; y, desde luego, es menos difícil (y, sobre todo, menos amargo) derrotar un fraude electoral que enfrentarse al ejército. Si se logra la organización requerida para llegar al gobierno por medio de un triunfo en las urnas tal vez sea innecesario organizarse para un paro general. O tal vez el paro general se vuelva el único instrumento para salir al paso de una enésima imposición.
Pero si no se puede ni siquiera ganar una elección y defender los resultados, de seguro no será posible organizar un movimiento de desobediencia civil capaz de deponer al régimen.
Encuentro que la vía de las urnas es la prioritaria –no la única– en estos meses, no para legitimar al gobierno oligárquico, sino para debilitarlo en forma significativa y para detener o atenuar la ofensiva legislativa, política, económica, policial y militar que se abate sobre la población. A mayor cantidad de puestos de elección popular ganados por la sociedad, mayores serán las dificultades del peñato para seguir adelante con el saqueo, la represión y la insolencia. Eso no significa dejar de lado causas como la defensa de los derechos humanos (en primer lugar, la exigencia de esclarecimiento y justicia para los 43 muchachos de Ayotzinapa desaparecidos por el Estado y el castigo a los responsables de las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, del incendio en la guardería ABC, de las muertes de mineros, de las masacres de campesinos, de los asesinatos de luchadores sociales y periodistas, de las veintitantas mil desapariciones), las luchas comunitarias en contra de los proyectos depredadores, la defensa del agua, la recuperación de los recursos naturales y la liberación del país del dominio que ya ejercen sobre él los grandes capitales trasnacionales. Por el contrario, la disputa de cargos por la vía electoral tiene como propósito, en primer lugar, crear condiciones más favorables para el éxito de esas causas.
Si se construye una mayoría en el Legislativo y se logra un buen número de gubernaturas y presidencias municipales se abrirá una vía democrática y constitucional para emprender la transición hacia otro sistema político y económico. Pero si el régimen se derrumba sólo por el efecto de la presión social (desobediencia civil, paro general, insurrecciones y levantamientos) se creará un vacío institucional que no será llenado por la sociedad, sino por mafias locales, grupos de la delincuencia organizada y poderes fácticos, o el estamento militar. Es decir, se llegará a lo contrario de una democracia ejercida por el pueblo, y quienes pregonan que mientras peor, mejor
, no saben lo que dicen o hablan con mala fe. Siendo puberto vi a algunas personas suspirar aliviadas cuando Luis Echeverría sucedió en el trono presidencial a Gustavo Díaz Ordaz, porque, pensaban, nadie como el poblano podría ser más represor. De entonces a la fecha muchos han pensado que nadie podría ejercer la Presidencia peor de lo que la ejercieron Salinas, Zedillo, Fox o Calderón y, sin embargo, cada sexenio ha dejado al país más empobrecido, más saqueado y más oprimido, y al gobierno, más corrompido y más envilecido. La ruina nacional no tiene más límite que el que fije la sociedad organizada.
Tanto si se opta por la vía electoral como si se propugna el boicot a los comicios y la resistencia civil, es claro que el resultado no está a la vuelta de la esquina ni de aquí al mes entrante. La articulación de todas las luchas en una sola lucha requiere de un trabajo lento y arduo de concientización y organización de base que tomará años. Tampoco en el terreno de las elecciones se va a lograr un vuelco radical de aquí a julio: ha tomado 30 años (de 1982 a 2012) multiplicar por 10 el caudal de votos que las cifras oficiales reconocen a las izquierdas. Pero en la circunstancia actual los tiempos pueden acelerarse para ambas rutas porque el régimen se está cayendo a pedazos. Sería una irresponsabilidad mayúscula no buscar la confluencia entre todas las vías y entre todas las propuestas para construir un proyecto general de nación con sentido social, dedicada a procurar el bienestar de sus habitantes y no a oprimirlos, venderlos, explotarlos y asesinarlos, como es el signo del actual gobierno.
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