n reportaje reciente de El País detalla la falta de espacio en los cementerios de Pekín. La cultura tradicional china era de enterrar, y la tradición confuciana de culto a los ancestros se preocupa por la conservación de los nombres de los ancestros. De hecho, los templos de las aldeas chinas eran tradicionalmente lugares donde se registraban los nombres de todos los antepasados de un linaje. Se puede decir, sin exagerar, que el templo era el espacio de culto a los antepasados. Eso explica la preferencia cultural por arraigar a los muertos, por enterrarlos. Pero aquello ya no es sustentable en la megalópolis, y por eso desde hace años el gobierno trata de promover, con subsidios y campañas educativas, la cremación y el esparcimiento de las cenizas en el mar.
El esparcimiento de las cenizas en el mar concede al difunto el don de la ubicuidad, de la disolución en la inmensidad, y al mismo tiempo preserva la sensación de lugar para sus sobrevivientes, que pueden visitar el mar para pensar en su difunto, de manera análoga a la forma en que se visita una tumba. Hasta ahí, todo bien. Pero ahora, además de estas formas orientadas a arraigar cenizas cremadas, ha surgido el fenómeno del cementerio virtual: una página, con música de fondo, y con las fotos de cada muerto. Si te asomas a la página http://www.tiantang6.com/ puedes clicar (¿o se dice cliquear?, ¡no sé lo que recomiende la Real Academia!) sobre cualquier foto de una amplia galería de muertos, y se abre la página de cada individuo, con una imagen bella de una tumba, con todos los datos que traería inscritos la lápida. El clic te abre la ventana de una tumba, pues, y en un ambiente sereno, acompañado de una música escogida por los deudos del difunto, la gente escoge y deja velas virtuales, flores virtuales, inciensos virtuales, viandas y frutas virtuales, y mensajes de condolencia para los familiares.
Tiantang6.com es, pues, un cementerio virtual. ¿Qué implica un sitio así desde el punto de vista de nuestra relación con los muertos?
Tengo 57 años y, aunque no soy tecnófobo, tampoco siento especial atracción hacia el mundo cibernético. Quizá esta aclaración baste para dar a entender que no estoy –ni me tocará ya estar nunca– demasiado acoplado al mundo de lo virtual. Hay algo en esa falta de sintonía perfecta que me marca como ejemplo de aquello que los viejos antropólogos difusionistas llamaban una sobrevivencia
, es decir, un elemento que, aun siendo contemporáneo, se origina en un tiempo pasado. Quizá me interese la materialidad de lo virtual justamente porque soy ya en parte obsoleto –por ser culturalmente algo así como un zombi, un muerto que está vivo, una persona que es y no es de su tiempo. Pero sea como sea, vale la pena pensar en las implicaciones sociales de una transformación tan importante como el paso del cementerio real al cementerio virtual.
Hasta hace poco lo virtual se contrastaba con lo tangible y la experiencia virtual se distinguía de la experiencia vivida. A nadie se le hubiera ocurrido decir, por ejemplo, que más sabe un diablo virtual por viejo que por diablo.
Un diablo virtual podría quizá parecerse a un viejo, pero no podía ser un viejo. Ahora, como las máquinas aprenden, un diablo virtual puede ser joven o viejo, aunque aún no consiga entrometerse en nuestras vidas por su propio albedrío. El diablo virtual de hoy no puede ser diablo sólo porque no es autónomo, pero ya no por falta de capacidad de aprendizaje.
Esta clase de distinción resulta ser cada día más fina y la problemática de la frontera entre lo virtual y lo real ha llevado a una reflexión colectiva seria, incluso desde la cultura popular –en películas ya bastante viejas como The Matrix, por ejemplo, o, más recientemente, Her– que recalcan el hecho de que lo virtual y la experiencia vivida son ya una sola cosa, que la frontera entre una y otra es permeable y muchas veces incluso imposible de distinguir.
Dado que lo virtual es ya una extensión de la experiencia o, quizá mejor, una dimensión de la experiencia, vale la pena pensar en la materialidad de lo virtual, porque lo virtual ya no es lo contrario de lo material, sino que tiene su propia materialidad. Y al igual que toda materialidad, lo virtual tiene también su propio tiempo, su propia temporalidad. Me explico:
El contraste entre la cosa tangible y la cosa virtual está hoy muy presente en forma de malestar o ansiedad –por ejemplo en los anuncios melancólicos de la desaparición fatal del libro impreso. Este malestar se entiende, porque la diferencia entre un libro como objeto y un libro como objeto virtual remite a la vida social del objeto. A la muerte de un ser querido, sus hijos pueden visitar sus libros. Quizá encuentren alguno autografiado por un amigo, o descubran una carta de amor oculta en las páginas de otro.
En cambio la materialidad de lo virtual es diferente. Un objeto virtual puede llegar instantáneamente a un conjunto a la vez exacto e indeterminado de destinatarios, pero no puede acumular pátina. Un objeto virtual no es ennoblecido por el tiempo ni se le pegan y despegan objetos como lapas adheridas a una barcaza; un objeto virtual encuentra en el tiempo sólo la obsolescencia.
Quizá por esto, la intención de cada comunicador sea más evidente en la comunidad virtual que en la comunión forjada por la experiencia directa. Por ejemplo, los cupidos cibernéticos le preguntan a quienes buscan pareja cómo son y qué buscan en su pareja. Cuando dos personas se conocen en un sitio de Internet y luego se enamoran, cada uno sabe que ha sido parte activa en la definición del otro. La pareja que así se encuentra ha disminuido el papel del destino, de la fortuna y de la casualidad, y ha tomado mejor al destino en sus propias manos. Hay ahí menos lugar para aquella fatalidad
, que fue siempre el signo de cupido. Es decir, que la comunidad virtual es una comunidad instantánea, que une a las voluntades que confluyen en ella, y que pronto desaparecerá.
En ese sentido, un cementerio virtual es un recordatorio brutal de que, hoy, la muerte del individuo se termina con la muerte de quienes lo conocieron. Se trata de un punto de vista distinto del de la tradición confuciana, que buscaba preservar la memoria de los antepasados en una comunidad que nunca los conoció, a través de los templos, por ejemplo. Desde un punto de vista antropológico, no sabemos lo que signifique esto. Pero sospecho que la popularidad actual de la imagen del zombi –del vivo que ya está muerto, o del muerto que sigue vivo– algo tiene que ver con la dificultad de encarar la sensación de que el reconocimiento de la vida empieza y termina con nuestros contemporáneos.