Opinión
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Mar de Historias

Plagas

F

alta la semana de Pascua. Durante siete días más tendré que soportar las malas caras y las indirectas de mi esposo y de mis hijos. Aún no me perdonan que, por ingenua, los haya privado de las vacaciones. Las planeamos con meses de anticipación, como si fuéramos a viajar a África y no a San Luis Potosí.

Empezamos por lo más importante: la seguridad. Para ahuyentar a los ladrones decidimos que, en vez de mantener las luces y la radio encendidas, como en otras ocasiones, le pediríamos a Socorro, la vecina, que durante nuestra ausencia le echara un ojito a la casa. Para agradecérselo, prometí traerle unas marquetas de queso de tuna. La sola mención de ese delicioso postre le arrancó lágrimas, porque le recordaba un amor lejano (supongo que también perdido.)

Conforme se acercaban las vacaciones tuvimos en familia el consabido intercambio de advertencias: si te pones a manejar como loco, prometo que me bajo del coche y me regreso en camión. No se te vaya ocurrir invitar a tus sobrinitos. ¡No los soporto! Recuerden: no podremos comprarles todo lo que se les antoje. Decirles eso a mis hijos fue horrible, pero indispensable. Con un presupuesto apenas suficiente para una semana de paseo, debían quedar fuera de programa antojos y caprichos.

II

Aunque saldríamos el jueves de madrugada, el lunes de esta semana fui al banco y saqué el dinero para las vacaciones. Por gratas que puedan ser, dejar mi casa –aunque sea por breve tiempo– me agobia. Apenas comienza el viaje ya extraño el cuarto donde trabajo, mi patio y hasta los árboles que tengo en la calle: cuatro fresnos ante la fachada y un pirul junto al garaje.

Desde que lo sembré, mi cuñada Eloísa me advirtió que ese árbol iba a darme problemas: se plagan con facilidad y sus raíces se extienden mucho; hasta pueden tirarte la casa. Pensé que exageraba. El lunes, al poco rato de volver del banco, le di a Eloísa la razón y a un aparente funcionario público casi todo el dinero ahorrado para las vacaciones familiares.

III

Reconozco que a las primeras confié en el funcionario. Pero, cómo no hacerlo ante el hombre que se me presentó a plena luz del día, tranquilo, uniformado, con un metro retráctil en la mano derecha y en la izquierda un documento que lo autorizaba a preguntarme si era yo la señora de la casa y a pedir mi colaboración:

–Aquí tengo una solicitud de servicio para remover su pirul. Venga por favor. –El funcionario señaló hacia el sentenciado: –Vea cómo este árbol ya rompió el pavimento y se metió debajo de su casa. Si no procedemos, en muy poco tiempo afectará severamente su predio.

Vivimos en estado de alarma permanente. En segundos imaginé lo que sería volver de las vacaciones y encontrar mi casa convertida en un montón de escombros estrangulados por las raíces de mi pirul.

–¿Qué me aconseja? –pregunté.

–Sacarlo de inmediato. Conservarlo es peligroso y no tiene caso: está lleno de plaga. –Golpeó el tronco: –¿A poco no se había dado cuenta?

–No. –Contemplé las ramas desmechadas: –Lleva años con nosotros, ¿cómo voy a arrancarlo?

–Para eso estamos nosotros, los integrantes de la Cuadrilla Tres. –Se acercó al arroyo: –Mis compañeros andan por aquí cerca. Si acepta la remoción, los llamo para que se traigan la motosierra y empecemos a trabajar de una vez.

–No quiero ver cuando arranquen el árbol. ¿Tardarán mucho en hacerlo?

–No, pero le costará 2 mil 800 pesos, más aparte lo de la reconstrucción de la banqueta. Vamos a tener que romperla. –No se valió del metro. –Calculo que mide como 38 metros, a razón de 100 pesos por cada uno le saldrá en 3 mil 800 pesos. En total tiene que pagarnos 6 mil 600 en efectivo, porque no se aceptan cheques.

–¿Y los materiales?

–No se preocupe: la delegación los aporta. ¿Qué dice? –Sonrió: –Aproveche que ahorita no hay demasiadas órdenes de trabajo, porque después sí se nos cargarán mucho; quién sabe cuándo podamos volver y su problema requiere solución ¡pero ya!

–Está bien, si es necesario... Pero sin este pirul la calle se verá vacía.

–Qué bueno que lo menciona: por disposición de la autoridad, usted está obligada a sustituir el árbol que vamos a quitar por otro individuo arbóreo: le aconsejo que compre un ficus, es menos agresivo.

Aún me pregunto quién podría desconfiar de un servidor público que además de acreditarse con los símbolos de la legalidad se refiera a un árbol como individuo arbóreo. ¡Nadie! Y menos yo, que lo vi como desinteresado protector de mi predio y, por lo tanto, custodio de nuestro único patrimonio.

Dispuesta a informar a Joaquín cuando el problema se hubiera resuelto, entré en la casa, tomé el dinero que había sacado del banco esa mañana y se lo entregué al servidor público. Lo contó despacio y me dio un papelito con un número telefónico:

–Es el celular de mi jefe, el ingeniero López. Llámelo y dígale que usted ya se puso de acuerdo con el señor Rosendo, o sea yo, para la remoción del pirul y la compostura de la banqueta.

–¿También le digo que ya le pagué?

–Sí, claro. –Se guardó los billetes: –Mientras habla con el ingeniero voy a la esquina para traerme a mi gente. No me tardo.

Seguí las instrucciones. Contestó a mi llamada una voz afable: Ingeniero López, a la orden. Lo puse al tanto de mi arreglo con el señor Rosendo y celebró mi decisión de quitar el árbol. Será rápido. No se preocupe, dijo. Le prometí que en cuanto la cuadrilla aparecieran me comunicaría otra vez para informárselo.

Es domingo. Desde el jueves he marcado mil veces el teléfono del ingeniero López y me manda a buzón. El señor Rosendo no ha vuelto: imagino que él sí pudo salir de vacaciones.