a madre de todas las distopias, Metrópolis (Fritz Lang, 1927), toma en cuenta la lucha de clases en un sentido que hoy se ha perdido en la imaginación pública. El triunfo del capital se nos presenta inmanente como un dios; temible, si no cabes; favorable, si te acomodas. Los de arriba en Fantasilandia, los de abajo (la mayoría) en el infierno, y en medio el robot, instrumento de la perversión. Escrita por su compañera Thea Von Harbou, la escenificación de Lang en toda su barroca y muda ingenuidad prevé la disyuntiva inevitable: las máquinas de quién y para qué. Consideremos que la pareja transmite desde la República de Weimar, periodo de turbulencia y utopías en marcha, que ya empolla la antiutopía, el huevo de la serpiente. Su robot no resulta mera herramienta, sino sustitución exacta de los movimientos del hombre (mujer en este caso) sin persona adentro.
Lo que hoy las grandes empresas están por comercializar con absoluto desenfado, más allá del horizonte de Metrópolis, sencillamente engrosará de manera dramática el número de humanos que sobran. Ello hace exclamar a John Lanchester en Vienen los robots
(London Literary Suplement, 5 de marzo): El capital no sólo va ganando contra el trabajo de los trabajadores; no hay competencia. Si fuera box, el réferi ya hubiera parado la pelea
. Ironiza que vivimos en Pickettiworld (en referencia a Thomas Picketti y su éxito de ventas Das Kapital, ¿o qué no?) donde el capital gana más y más
. Mientras para ejercer el derecho al trabajo las personas laboran una cantidad mayor de horas en peores condiciones y por salarios cada día más bajos. Ya en 1981 Iván Ilich apuntaba que los eslogans sobre la dignidad y la alegría del trabajo asalariado suenan cascados
, y el desempleo se reconoce como la condición de la mayor parte de la población del globo
(El trabajo fantasma, FCE, 2008).
Lanchester comenta críticamente La Segunda Edad de la Máquina: progreso y prosperidad en tiempos de tecnología brillante, de Eryk Brynjolsson y Andrew McAfee (Norton, 2014). Estos autores, economistas de Oxford, concluyen que si las ganancias sigue siendo aumentando para el capital en vez de favorecer al trabajador, es por culpa de la automatización creciente. Los amos pueden ser triunfalistas e inevitabilistas
al admitir que desaparecerán trabajos. El optimismo reina. El presidente de la Asociación de Banqueros de México, Luis Robles Miaja, celebraba hace poco que estamos (sic) viviendo el mejor ciclo de la banca en los últimos 100 años
(Israel Rodríguez y Roberto González Amador, La Jornada, 19 de marzo). Esa gente reporta ganancias exponenciales. Para el capital es irrelevante que los países que domina no puedan decir lo mismo, a reserva de que paguen y obedezcan. Ya ven qué solito dejaron al decaído gobierno mexicano, cuyos funcionarios de lengua ya se habían comido un plato.
Países sometidos como el nuestro se vacían de identidad y la democracia
se muda a la esfera del entretenimiento, la mercadotecnia y el flujo turbulento del dinero. Los excluidos del trabajo, qué coincidencia, quedan excluidos de tal democracia. (Y aquí otro pum! de Godard: Las democracias modernas predisponen a los totalitarismos
.)
No sin un cierto candor que dice mucho de dónde están ahora los presupuestos de la izquierda, Lanchester admite: Me parece que el único modo de que tal mundo funcione es con formas alternativas de propiedad
. ¿De qué mundo habla? Uno donde los robots hayan liberado a la humanidad de trabajo y todos salgan ganando; ya no habrá que bajar a las minas ni limpiar excusados, tendremos tiempo. Y aquí el comentarista británico no se mide: Podremos dedicarnos a hacer coreografías, bordados y jardinería
.
Es el mundo de necesidades ilimitadas de los economistas, pero con clara distinción entre las necesidades satisfechas por el trabajo humano y el realizados por nuestras máquinas
. El viejo anhelo de apropiarse los medios de producción. De manera un tanto suave, a la Metrópolis, Lanchester arriba a la conclusión de que hay que hacer nuestra la máquina. Los robots devorarán nuestros trabajos sólo si lo permitimos
.
En un mundo justo –el alguna vez creíble futuro de igualdad y respeto– la existencia humana tendría pleno sentido. Dice mucho de nuestro tiempo que a la hora de confrontar las dos opciones, entre la distopia hipercapitalista y un paraíso socialista, a la segunda nadie la mencione
.
Para Lang y Harbou, entre el cerebro y la mano
ha de mediar el corazón
. No basta. En el mundo de lo real es imperativa la emancipación. ¿Se acuerdan de cuando la propiedad privada era un robo? Hoy que es criminal a modo con el sistema global (y otra vez México ofrece un ejemplo estremecedor), está en buenos términos con el crimen, que allana cualquier expropiación saqueadora. Mientras los robots no nos pertenezcan, serán enemigos. Es improbable que el trabajo humano desaparezca, pero podría valer menos que la basura. ¿Estaremos condenados a sobrar?