Opinión
Ver día anteriorLunes 30 de marzo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Familias, incestos y crímenes
T

ermino de leer la inmejorable traducción hecha por Jean-Marie Saint-Lu de Dándole pena al dolor, de Alfredo Bryce-Echenique. Cuando no se tiene la posibilidad de leer en la lengua original un libro, puede reprochárseme, uno se consuela con lo que tiene a la mano. La verdad: no tuve el sentimiento de estar leyendo en una lengua distinta a la original: me paseé sin esfuerzo, sin darme cuenta, en un suave vaivén, entre el francés que leían mis ojos y el español, cuyo ritmo y sentido recuperaba, palabra tras palabra, acaso gracias a un acto mental o, simplemente, sensorial. Titulada en francés Une infinie tristesse –imposible traducir, ya no se diga su sonoridad, el elíptico y barroco título en español–, describe, con la ironía mordaz y única de este auténtico escritor, la aristocrática burguesía peruana. Desde luego, la versión francesa no podría poseer las virtudes que tiene si no hubiese una obra maestra original. La traducción es una prueba de fuego que anticipa a la del tiempo.

A lo largo de tres generaciones de una familia, los Ontañeta, fabulosamente rica y todopoderosa en Lima, Bryce-Echenique narra la historia del apogeo y decadencia de la alta sociedad limeña. Fortunas dilapidadas en la construcción, por ejemplo, de un palacete a la moda de Extremadura, descrito con la ingenua admiración del narrador, quien se extasía ante la enfilada de columnas dóricas o romanas, qué importa, las escalinatas de resbaloso mármol, la galería versallesca, las cabezas en oro de leones que sirven de patas a la tina de la santa e hipocondríaca madre, abuela, bisabuela, tía, tía abuela, la irreprochabble, cornuda y mártir, doña Madanina, tan engañada por su don Juan y caballeresco marido, quien cumple así con su alta condición de caballero y seductor. Tina vista, casi apenas de reojo, por el fiel chofer Claudio, un rubio y guapo chileno, cómplice y alcahuete del jefe de familia, cabeza de la segunda generación Ontañeta. Visión que hace correr al chofer, despavorido, hasta la cocina, lugar de los conciábulos domésticos, donde confiesa que en esa tina vio desnuda, apenas cubierta por burbujas de espuma, en una película, a una actriz de Hoollywood. ¡La misma tina donde se baña, ¿desnuda?, no osaría ni pensarlo, la santa y exquisita doña Madanina! Entre incestos y crímenes, la familia se desploma en una caída, convertiendose en polvo.

Imaginación desbordante, se dispara como la ráfaga de una ametralladora enloquecida, roza a la vez la fantasía milunochesca y el realismo mágico más realista, subrayada con el escepticismo socarrón constante de un burlador de honras y honores, sensiblerías y sentimientos nobles, moral y políticas de correcta conducta. Parecería exageración, y no lo es, cuando inventa, o más bien transcribe, la plática entre amigos del club, donde el segundo Ontañeta, para quien de Perú sólo existe Lima y de Lima sólo el barrio donde viven familias, por ejemplo la suya, expresa el pensamiento de su clase diciendo que debería venderse todo Perú para comprar, aunque pequeño, un terrtorio cerca de París.

Bryce-Echenique sabe arrancar la sonrisa y también, una risa amarilla, rechinante, casi oxidada, con su humor negro. Sus personajes fabulosos y pentagrualescos, sus situaciones delirantes, como la arquitectura de sus casas, sus vestuarios, sus autos, sus viajes a Europa, sus fiesta interminables donde corre el oro como agua, poseen credibilidad, condición sine qua non de la más delirante ficción, por inverosímil que sea.

Se ha acusado a Bryce de plagio. No puede ser de su obra cretaiva: su mundo es único. Ignoro si los plagiados tuvieron la sensación de verse despojar de un texto fundamental. En todo caso, su sentimiento de propietarios salió intacto de esos robos. Yo habría desbordado de orgullo si Bryce-Echenique me hubiese plagiado... Si acaso pudiera creer en la propiedad de un autor, ¿no es la lengua la única poseedora cuando de obras maestras se trata?