a retórica oficial, seguida de cerca como una sombra por los economistas de los bancos dentro y fuera del país y apoyada también por los funcionarios de los organismos internacionales, insiste en que esta economía está al borde de alcanzar por fin una etapa de crecimiento alto y sostenido.
Esa idea de la proximidad y hasta la inevitabilidad de una potente recuperación sigue presente a pesar de que el entorno externo es adverso y de la disfuncionalidad interna que parece ahondarse. Así ocurre, de un lado, en dos asuntos clave que son los desajustes financieros y la caída del precio del petróleo, y, del otro, en el retroceso del consumo privado.
Una muestra de esa narrativa fue el encierro en Acapulco de los banqueros con los altos funcionarios encargados de la política económica. Los discursos de ambas partes fueron muy elocuentes, lo que no queda en claro son sus asideros. Algo similar ocurrió en la convención nacional de industriales.
Este es un debate extenso que tiene muchas aristas, derivadas de la complejidad de los procesos económicos y de las relaciones sociales en las que éstos se desenvuelven.
Hay diversos elementos de la fragilidad en que está la economía. La caída del precio del petróleo ha provocado de inmediato un ajuste fiscal para este año y la necesidad de replicarlo incluso de modo más profundo el año entrante. El petróleo en 1990 representaba 37 por ciento del total de las exportaciones, ahora sólo es 12 por ciento. Pero los ingresos del gobierno siguen dependiendo en una tercera parte del crudo. Además de esta cuestión que no se ha arreglado en términos estructurales del presupuesto, ahora se argumenta que el recorte del gasto público no tendrá una repercusión notoria en el desempeño de la economía, pues se hará en el rubro del gasto corriente. Entonces, habría que señalar la enorme holgura de este tipo de gasto.
Del lado monetario, la política está a la expectativa de lo que pase con las tasas de interés en Estados Unidos y lo que se discute es si hay que adelantarse o esperar para hacer ajustes en las tasas internas. Algunas posturas al respecto incluso sugieren que ni siquiera habrá que hacer ajustes internos. La verdad es que nadie sabe cómo van a reaccionar los inversionistas ante los movimientos de las variables que inciden en los flujos globales de los capitales. El Banco de México muestra prudencia, ya no habla de blindajes que siempre han sido insuficientes, sino que ahora propone líneas de defensa. Pero si lo que ocurrió apenas hace un par de semanas con la posibilidad de que la Reserva Federal elevara las tasas es una muestra, habrá que ocuparse del asunto, pues la salida de capitales depreció de modo rápido y grande al peso frente al dólar.
Finalmente, el secretario de Hacienda propuso ante los industriales un análisis acerca del crecimiento económico que ubicó, correctamente, en torno a dos cifras. La primera es la tasa de expansión del PIB, que es de 2.4 por ciento en promedio entre 1980 y 2013. La segunda es que la tasa promedio de crecimiento de la productividad es de sólo 0.6 por ciento entre 1990 y 2014. La conclusión es clara: con esa reducida productividad no se puede crecer. El discurso apunta entonces a las reformas impulsadas por el gobierno.
Pero el silogismo no necesariamente cuadra. En los dos primeros años de esta administración se redujo la tasa de crecimiento incluso por debajo del magro promedio de largo plazo. Además, la política fiscal se ajustó a la baja y cayó en una especie de trampa política en la que el único camino abierto es el recorte presupuestal, pues no se han dado márgenes para elevar los ingresos o la deuda pública. No hay para dónde hacerse. La productividad no se eleva por decreto y necesita tiempo y consistencia para cuajar.
En el terreno del mercado interno, la cosa tampoco funciona. Esto puede verse en el caso del indicador del consumo privado. En diciembre de 2013 la variación anual fue de apenas 2.1 por ciento y de 2.2 en 2014. No supera el crecimiento del PIB. En otros episodios de crisis, por ejemplo en 1995, el consumo cayó 7 por ciento, pero se recuperó a tasas de entre 4 y 5.7 por ciento hasta 2000. La crisis del siguiente año la tiró de nuevo hasta 0.9 en 2003, y otra vez, con la crisis de 2009, se desplomó a menos 6.2 por ciento. En 2013 y 2014, sin crisis de por medio, la tasa se redujo a la mitad de nuevo. La sensibilidad del consumo es grande y ahí en el mercado interno está uno de los problemas más severos, si no es que definitorio, que tiene la política económica del gobierno.
Esa política debe fijarse un objetivo de manera obsesiva y es provocar las condiciones para elevar el ingreso de las familias. No sólo es una necesidad social impostergable, sino la mejor receta económica. Pero se dan demasiadas vueltas con grandes proyectos y transformaciones que ineludiblemente, por las condiciones políticas prevalecientes, acaban en grandes deformaciones. Las cifras del empleo son contundentes: no se crece de modo suficiente, la informalidad sigue siendo rampante, la capacidad de sostener los negocios pequeños y medianos se debilita.
Cuando se dice que la devaluación no ha repercutido en el aumento de la inflación debe verse que una de las razones es al apocamiento del consumo y de la producción, no necesariamente las virtudes de la política económica.