l Festival Internacional de Cine en Guadalajara celebró su edición 30 con la iniciativa afortunada de restituirle al cine mexicano un lugar predominante en su programación, en lugar de sólo diluir su presencia en el conjunto de una competencia iberoamericana. De esta manera se hace justicia por partida doble. Por un lado, se brinda a muchas producciones nacionales la plataforma de visibilidad que a diario se les escatima en la cartelera comercial; por el otro, se reconoce que el talento fílmico mexicano no requiere necesariamente de una certificación hollywoodense. Veintidós producciones nacionales integraron así dos secciones nuevas, Hecho en México y Mexicanos en el extranjero (con tres producciones rodadas respectivamente en Sidney, Londres, Dublín).
Las secciones de cine de ficción y documental iberoamericanos incluyeron 16 títulos cada una, con presencia de producciones mexicanas en ambas. Una sección de cortometrajes reunió a su vez poco más de 40 títulos, a lo que se añadieron las secciones de cine de otras latitudes: Panorama internacional, Europa: nuevas tendencias, la plataforma para el país invitado de honor (este año, Italia), y las tradicionales Galas. También las secciones Cine para niños y Film 4 Climate, y la exhibición de películas restauradas, así como la plataforma creciente y cada vez más activa del Premio Maguey, dedicada al cine de la diversidad sexual, con 18 largometrajes y 10 proyecciones especiales.
Ante tal cantidad de propuestas, de las que apenas es posible apreciar directamente entre 20 y 30 títulos, conviene limitarse a destacar los aspectos más significativos del festival. Señalar, primero, algunas películas importantes que ciertamente merecerán después un análisis más detenido que las escasas tres líneas a las que obligaría una reseña global. Destacar títulos como 600 millas, de Gabriel Ripstein; El tiempo suspendido, de Natalia Bruschtein; El Jeremías, de Anwar Safa; La delgada línea amarilla, de Celso García; la vibrante y festiva Made in Bangkok, de Flavio Florencio; Las tetas de mi madre, del colombiano Carlos Zapata; La isla mínima, del español Alberto Rodríguez; Tras Nazarín: el eco de una tierra en otra tierra, del también español Javier Espada; Ixcanul, de Jayro Bustamante, estupenda coproducción Guatemala-Francia; Juanicas, de Karina García Casanova, y una novedosa exploración estética en el tema de la delincuencia organizada en México, Tierra caliente, de Laura Plancarte, por señalar sólo algunos de los títulos más comentados durante el festival.
Y luego de una enumeración que forzosamente deja fuera películas tal vez valiosas, pero que no hubo tiempo de ver, conviene abundar en lo señalado. Añadir que un aspecto esencial de los festivales de cine es su función complementaria como foros de discusión entre público y profesionales sobre la situación actual del cine mexicano, o del estado de la crítica en nuestro país, y de la emergencia y/o consolidación de temáticas antes marginales, colocadas hoy en primerísimo plano, como el llamado cine de la diversidad sexual. Estas discusiones hacen de los festivales eventos eminentemente culturales, en ocasiones comprometidos socialmente, no encasillados ya en la rutinaria tarea de promover talentos efímeros y desplegar mediáticamente alfombras rojas, ilusiones de glamour prestado, o pasmo ante los invitados ilustres (menos numerosos cada vez, y cada vez con menor lustre). Los festivales se ven hoy obligados a concentrar su atención en lo que realmente importa: ser un barómetro más de la salud y diversidad cultural del país.
Se descubre también en estos festivales, y al contacto con visitantes y prensa extranjera, que en otros países iberoamericanos el cine mexicano que tanto celebramos localmente, se distribuye poco y muy mal. Que para muchos espectadores de Colombia o de Brasil, los mejores títulos mexicanos
son Gravity, de Alfonso Cuarón; Hellboy, de Guillermo del Toro; o Birdman, de González Iñárritu (y para los nostálgicos, Y tu mamá también, Cronos y Amores perros), conociéndose apenas de oídas a directores como Amat Escalante, Carlos Reygadas o Fernando Eimbcke, sin hablar de un desconocimiento total de otros cineastas mexicanos. Se constata entonces que el éxito del cine mexicano de autor es un éxito de festivales y premios internacionales, un boca a boca entre cinéfilos atentos, y rara vez el logro de una eficaz distribución comercial.
Cabe recordar a esos espectadores extranjeros, que en el propio México ese cine nacional de calidad se conoce mal y se distribuye todavía peor, a pesar de una retórica oficial que insiste en afirmar lo contrario. De ahí la importancia de los festivales, mismos que también dan visibilidad a las expresiones culturales de la marginalidad, desde los pueblos indígenas hasta las minorías sexuales (ese amor que ya no se anima a callar su nombre), así como a los temas de la delincuencia organizada, el autoritarismo político y la corrupción endémica en el país. A 30 años de su creación, el Festival de Cine en Guadalajara es ahora un espejo más, tal vez el de mayor repercusión global, de estas realidades.
Twitter: @Carlos.Bonfil1