ara este domingo fueron convocadas marchas en todo Brasil. El objetivo: la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, relegida el pasado octubre para un segundo mandato, que fue iniciado hace exactos 73 días. Dos días antes hubo marchas en defensa de la permanencia de Dilma, en 23 de las 26 capitales provinciales brasileñas, y también en Brasilia, capital federal. Los actos en defensa de Dilma movilizaron a unas 150 mil personas en todo el país. Los de este domingo prevén reunir muchas más, un largo par de centenares de miles.
Los del viernes fueron convocados por la CUT, la Central Única de Trabajadores, federaciones sindicales, movimientos sindicales, todos más o menos vinculados al PT, partido de Lula da Silva y de la presidenta. Los del domingo alardean que fueron convocados de manera espontánea
, o sea, representarían el verdadero sentimiento de la inmensa población brasileña.
Pavadas. Fueron organizados de manera nada sutil por los derrotados el pasado octubre en las elecciones presidenciales. Y por derrotados debemos entender no sólo partidos y candidatos, sino principalmente intereses. El sistema político-económico que dominó el país a lo largo de muchas décadas se niega a aceptar un dato concreto: fue derrotado de manera contundente en las presidenciales de 2002, 2006, 2010 y 2014.
Más allá de las reiteradas derrotas de los representantes de las élites, ha sido la derrota de un sistema de control de la sociedad. De un proyecto de clase frente a un proyecto de nación, de sociedad, de país. Y eso, para esa clase, es inadmisible.
Brasil vive una etapa de evidente inquietud y tensión. Y también de una rara mezcla entre contradicciones y revelaciones. Ejemplo de revelaciones: nunca antes se investigó tan a fondo denuncias de corrupción. Resultado: parecería que la corrupción es novedad en un país corrupto desde siempre, desde todos –todos, sin excepción alguna– los gobiernos.
Ejemplo de contradicciones: las marchas del pasado viernes. Por un lado, defendían a Petrobras, tanto de la corrupción detectada, que está bajo rigurosa investigación, como de presiones que intentan revertir la legislación creada bajo Lula da Silva y mantenida por Dilma.
Volver a lo de antes significaría no sólo beneficiar de manera sideral a las multinacionales como, en la práctica, abrir camino para privatizar la empresa. Además, los manifestantes defendían lo obvio, o sea, que se respete el designio de las urnas y que Dilma cumpla íntegramente su mandato presidencial.
Pero, a la vez, se protestó contra iniciativas del gobierno de la misma Dilma, que, de acuerdo con los convocantes, atentan contra derechos laborales, y se protestó especialmente contra medidas previstas en el plan de ajuste fiscal anunciado.
Así, se protestó contra el gobierno que defienden. Hay quienes creen que a eso se debe llamar democracia. Que una cosa es quejarse, protestar, y otra, muy distinta, es atacar a las instituciones.
Este domingo salen a las calles quienes son claramente contrarios al gobierno constitucional de Dilma Rousseff y a la permanencia del PT en el poder. Por detrás de ese movimiento están, además de los principales partidos de oposición y de grupos radicales de derecha, el grueso de las élites, principalmente en las ciudades donde el neoliberal Aecio Neves logró derrotarla el año pasado.
Pero, en primer lugar y por encima de todo, están los grandes conglomerados de los medios oligopólicos de comunicación. Pocas veces antes en Brasil el arte de la manipulación fue tan bien llevado a cabo.
Nadie puede negar que existe una concreta y sustantiva dosis de insatisfacción general en la sociedad brasileña, inclusive en parcelas significativas de quienes eligieron a Dilma el pasado mes de octubre.
Pero por primera vez desde el retorno de la democracia, luego del régimen cívico-militar que sofocó al país entre 1964 y 1985, surge en pleno esplendor un sentimiento que anduvo bastante alejado del escenario político: el odio.
Más exactamente, el odio de clase. El prejuicio de clase. Las élites y las clases medias tradicionales se lanzan, con furia desatada, no exactamente contra el objeto de sus prejuicios: esa clase ignara y torpe que de súbito ocupa aeropuertos, que compra refrigeradores nuevos, que colma las calles con sus cochecitos suburbanos, que exige calidad en educación, salud y transporte, sino contra los que promovieron ese cambio drástico en el cuadro social brasileño.
Si Brasil supo o cree que supo disfrazar dosis colosales de prejuicio racial, nadie se preocupa en contener sus ímpetus de prejuicio social. Las élites brasileñas odian a los pobres, y más aún a los que dejaron de ser tan pobres. Las élites brasileñas exigen la preservación de sus privilegios de siempre, y dicen que ahora están amenazadas por una crisis económica provocada por gobiernos que gastaron ríos de dinero para que los miserables pasasen a pobres, y los pobres, a ciudadanos insertados en una economía de consumo, es decir, en el mercado.
Al fin y al cabo, se trata de una y sólo una cosa: fuera Dilma, fuera PT, fuera Lula. Fuera proyecto de país. Fuera pueblo.