Carlos Arruza XLIII
l capítulo anterior le pusimos punto final cuando los hermanos Jesús y Eduardo Solórzano Dávalos propusieron a Carlos Arruza que se tentaran los machos a campo abierto, como solían hacerlo un buen número de ganaderos españoles, y si bien las carencias para poder hacerlo eran muchas, el entusiasmo fue tal que todo lo superó.
¿Que no se contaba con caballos duchos
en la materia?
Recordamos que se habló con un maestro del arte de Marialva, de nombre Laureano Costa y, como por arte de magia, aparecieron los equinos.
¿Que no se contaba con corraletas para encerrar a los futuros examinados?
En menos de lo que canta un gallo estaban listas y hasta arregladitas y bien pintadas.
¿Y las sillas propicias para estas faenas dónde conseguirlas?
Por aquí y por allá se consiguieron sin faltar una hermosura con tela de armiño forrada, propiedad del famoso anticuario Rafaelito el de Kamchatka –ni era ese su apellido, pero como si lo fuera ya que ese era el nombre de la acreditada tienda que regenteaba–. No pregunten los amables lectores en qué condiciones se regresó la silla porque, la verdad sea dicha, de los pelos de armiño cuando mucho habrán quedado dos que tres.
¿Tres garrochistas serán suficientes?
Claro que no. Fue entonces que se habilitaron como lanceros de aquellos jinetes, que fueron centauros, a Armillita y Silverio Pérez y como arreadores de lujo
a Jesús Solórzano hijo y a quien esto escribe, y como lo anterior resulta imposible de creer, en la magnífica obra titulada Nuestro toro, en la página 165, hay una fotografía que no deja lugar a dudas.
Y para completar el cuadro, el gran Güero Guadalupe picando como sólo él sabía hacerlo.
¡Qué cuadrilla!
Y cómo nos divertimos y… aprendimos; fueron aquellas jornadas un dechado de emociones y satisfacciones y, además, el principio del regreso de Carlos a los ruedos en calidad de rejoneador.
Desgraciadamente, para aquel entonces se había ya cortado
la relación entre El Ciclón y los Bitar y aunque obviamente en lo profesional El Redondel siguió su intachable línea periodística, lo demás nunca volvió a ser lo que había sido.
Bien, ya tenemos a Carlos, de corto vestido, llenando las plazas, cosechando triunfos por doquier dado que su maravilloso poderío ante los toros lo trasladó
al caballo y cuando echaba pie a tierra el delirio de los aficionados no tenía límite, aunque sí lo tuvo allá.
Tuvo que ser.
Matadores de toros y caballistas españoles pusieron el grito en el cielo ya que todos ellos se sintieron desplazados, pues los bañaba
en cada actuación y al grito de ya no más
, de pronto se publicó un anexo al reglamento español en el que se prohibía que los rejoneadores torearan a pie.
Así que…
Al gran muletero, al creador de la arrucina, el péndulo y el teléfono decidieron bloquearlo.
Vuelta pa’ acá.
Y vuelta a triunfar.
Sensacionales fueron sus triunfos en Ciudad Juárez, en Tijuana, en Irapuato, en Querétaro y, como no consignar, sus últimas dos actuaciones en la Plaza México, la postrer el 6 de febrero de 1966, cuando la afición le rindió tributo y pleitesía como el gran señor de los ruedos que fue, arriba y abajo.
Fue único.
+ + +
Ni acordarme quiero.
Pero debo hacerlo.
Mayo 20 de 1966.
Había tenido que guardar cama a causa de una infección en la garganta y en esas estaba cuando llegaron a visitarme mis padres y con sólo verles la caras supe que algo muy serio había sucedido.
Les pregunté y nada me respondían y por fin mi papá, mientras mi mamá lloraba, me dijo: Carlos acaba de morir
.
Con lujo de detalles me informó del accidente en el que perdió la vida y que, al parecer, su muerte había sido instantánea y entre que casi no podía yo hablar y el dolor me embargaba, sonó el teléfono y era don Andrés Gago, quien llamaba de Sevilla y, entre que él lloraba y yo también, nos pusimos de acuerdo para vernos al día siguiente para asistir al funeral y acompañar a la familia.
Tal y como fue.
Pero lo que nunca imaginamos fue la muchedumbre que se hizo presente y que, al igual que nosotros, no podía creer que se hubiera ido a los 46 años de edad.
Y aún nos duele.
Fin.
(AAB)
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