stos primeros meses del año no han sido propicios para la convivencia organizada. No se ha podido dejar establecida, en el ámbito público, alguna ruta estratégica que pueda despejar las variadas nebulosas que flotan en el ambiente o iniciar acciones constructivas que inciten al optimismo. El gobierno federal, en primer término, ha sembrado más inquietudes y zozobras que confianza.
Los problemas se le agolpan y se transforman en conflictos. Sus tambaleantes iniciativas parecen desplantes escénicos que no tardan en volverse malos recuerdos o disputas grupales.
La sociedad, por su parte, parece haber adoptado una conducta reactiva ante los variados estímulos que la afectan. Estímulos, muchos de ellos de corte parcial que, sin embargo, van recogiendo en su diario quehacer al que le falta el debido proceso crítico. Sus múltiples liderazgos tampoco parecen auxiliarla en tan complejo trance. Sus organismos no reúnen, con diligencia y solidez, la información que les permita adoptar posiciones racionales y de largo aliento ante las desparramadas circunstancias presentes. El caso es que no ha podido jerarquizar sus prioridades y adoptar una coherente postura que la lleve a tomar el lugar que se le viene solicitando.
Ante el desconcierto reinante la grilla desplaza, con facilidad inaudita, a la política. Los rumores y chismes esparcidos alegremente por los voceros del oficialismo se vuelven viciosos asideros para lectores y audiencias ya bastante desorientadas. Al poco rato de circular por estos ambientes de poca monta, los enojos, bien instalados en el espíritu colectivo, retornan y se ofuscan un tanto más para endurecerse. De poco sirve, a la vida ciudadana, que la rueca de la difusión vuelva, una y otra vez, sobre los traspiés presidenciales y sus intentos para sacarse la espina, ya bien clavada en su imagen, de la desconfianza popular por sus conflictos de interés. Lo cierto es que no hay, por ahora al menos, una iniciativa, oficial, privada o social, que pueda conducir al esclarecimiento de tan disolventes hechos de la realidad pública del México actual. La búsqueda de agentes asociados, de manera oscura, a las grandes o chicas inversiones y gasto públicos, se plaga de sospechas que, en el mejor de los casos, sólo desembocan en linchamientos mediáticos inconclusos. Transcurren así estos primeros meses de un año que presagia tormentas.
En medio de estas inquietudes, bastante compartidas entre amplios segmentos poblacionales, los anuncios de recortes al presupuesto caen sobre un panorama bastante mojado. Las autoridades federales han recurrido, ante apreturas en los ingresos programados, a su inveterado recurso de recortar en gasto público. Y, con ello, rebajar, casi de sopetón, las expectativas de un crecimiento de por sí poquitero, cuyos bienes resultantes han sido harto concentrados en unos cuantos ganones. Bien se sabe, por abrumadoras experiencias anteriores, que los cielos pronosticados por los agentes oficiales no se concretan de manera cercana a la realidad. La distancia que dista entre lo prometido y el resultado siempre ha sido mayúscula e inaceptable. Las consecuencias empero –que son cruentas para el bienestar– se diluyen en un inmenso océano de carencias sin que sucedan hechos traumáticos: un grado mayúsculo de conformismo ya inoculado distingue al México de la transición incompleta y del neoliberalismo triunfante.
Recurrir a los consabidos recortes ha sido la fórmula redentora para una élite pública bien domesticada por los formalismos del actuar responsable. Para los hacendistas y las agrupaciones patronales todo se ampara y predica bajo el manto de la responsabilidad. La citan para equilibrar presupuestos, para eliminar déficits, para asegurar estabilidad, para dar confianza a los mercados, para preservar los fundamentales financieros, para atraer inversiones y toda una parafernalia adicional de boga mundial. La resultante de tan responsable accionar descansa, sin embargo, sobre los hombros de las mayorías. La responsabilidad de las élites cubre y responde, únicamente, a las inacabables exigencias de las plutocracias de dentro y fuera. Para los demás se abre el más cínico abanico de carencias, limitantes, sacrificios y penas. El gobierno federal (menos aún los locales) no entiende, de verdad, que el cerco se agosta al parejo de lo que pasa en otras sociedades, Grecia y España como ejemplos. La revuelta allá iniciada contra la austerocracia, lleva injertados los mismos gérmenes que aquejan a otros muchos ciudadanos del ancho mundo: los de abajo, esos obligados a pagar los costos de las crisis y los ajustes de cinturón.