uve un amigo, compañero de generación, Paco Lerdo de Tejada, que escribió el libro Ochenta mil horas de antesala; en el prólogo explicaba que parte de los relatos irónicos, muchas veces profundos y siempre amenos, que formaban la obra, los escribió en antesalas de oficinas públicas en espera de ser recibido para algún trámite o aguardando resoluciones de las autoridades.
Me acordé de él hace unos días, cuando estuve en una amplia oficina de la Tesorería del Distrito Federal, sentado entre otros muchos contribuyentes esperando turno para poder efectuar un pago; el mío era pequeño, de menos de 200 pesos por concepto de derechos para que la delegación Benito Juárez, donde he vivido siempre, me diera una constancia de residencia, que extrañamente otorga a partir de los datos de quien la pide y de documentos que el mismo solicitante aporta.
Mi ficha era la 797 y cuando me la dieron, después de haber pasado por dos filtros anteriores, vi en la pantalla que íbamos apenas en la 760; la verdad es que había mucho orden, los empleados explicaban con cortesía y diligencia, pero el sistema funcionaba con mucha lentitud por la gran cantidad de ciudadanas y ciudadanos que queríamos cubrir derechos, impuestos, multas y no se que otros conceptos de adeudo.
Antes, pasé por la ventanilla única de la delegación, donde me atendieron muy bien, pero les costó trabajo comprender que no me he cambiado de casa, sino que la calle donde se ubica cambió de nombre y para mi impaciencia y la paciencia de quien me atendía, en algunos de los documentos que tenía que presentar, aparecía el nombre viejo de Oriente no se que y no el del literato cuyo nombre lleva ahora merecidamente. Entre una cosa y otra, entendí como Paco Lerdo de Tejada pudo escribir tan buenos relatos en las antesalas; en la de Benito Juárez encontré hasta una pequeña área con mesas y café a disposición de los ciudadanos.
Requiero esa constancia y otros varios documentos porque sigo convencido de que el sistema debe cambiar por la vía pacífica, y como no me he rendido decidí, como decía un viejo amigo seguir continuando
, por ello acepté la posibilidad, que aún no cristaliza, de ser candidato a un cargo público y por si esta oportunidad llega, necesito contar con la documentación a que me refiero.
La experiencia ha sido interesante, encuentro oficinas más ventiladas, limpias, iluminadas que las que conocí hace años, también servidores públicos atentos y dispuestos a apoyar a quienes pedimos orientación y soluciones ante las complicaciones burocráticas. De eso no tengo queja.
Lo que me inquieta y me da en que pensar, es la multiplicación de las leyes que rigen los complejos procesos electorales y lo terriblemente caro que le resultan al erario los procesos para elegir representantes populares, todo derivado de la desconfianza que se tiene en los mismos.
Hace ya algunos ayeres, había un código electoral de unas cuantas docenas de artículos, el PRI contaba con recursos casi ilimitados no regulados por la legislación, mientras los partidos de oposición, que no eran muchos, se rascaban con sus propias uñas y participaban con mucho trabajo e ingenio. Hacíamos visitas domiciliarias, tocando puertas y dejando volantes que entonces eran en blanco y negro; cuando se podía conseguíamos el compromiso de algún vecino simpatizante para organizar en su casa una reunión domiciliaria.
Hoy están vigentes cuatro o cinco códigos con incontables capítulos y artículos, para regular los procesos, la vida de los partidos es rigurosamente vigilada, la participación de los ciudadanos, los gastos y la publicidad, todo está bajo la lupa. Pero la confianza no aumenta, aunque sí los trámites distractores de la actividad principal que debe ser proselitismo y la difusión de proyectos e ideas, y los costos, que son exorbitantes en un país de mayorías pobres. Trámites y dinero contra organización popular.