l imaginario de los presidentes mexicanos, respecto de sus modos de vida futura, poco o nada tiene en común con los de la gran mayoría de los ciudadanos normales. Revisando la historia reciente (que ya es antigua) se verá cómo, desde los tiempos idos del siglo pasado, Luis Echeverría A. acumulaba propiedades en cuanto desarrollo turístico se abría en el país. Sus casas y amplísimos terrenos se cuentan por docenas. Su compañero de andanzas infantiles, López Portillo, se apoltronó en el regalo que le hicieron: una ciudadela amurallada de finísima calidad para él y su familia. Ya en años más recientes la opulencia y la megalomanía han sido compañeras inseparables de los titulares del Ejecutivo federal. Carlos Salinas está sentado sobre una fortuna que le permite (a través de varios medios sobre los cuales ejerce más influencia de lo aconsejable) seguir presentándose como un factor en el diario quehacer actual. Vicente Fox se retiró a retozar, como hacendado decadente, en su rancho convertido, de improviso, en monumento (pagado por los ricos regiomontanos harto favorecidos por él) a la tontería pedagógica. Ernesto Zedillo, después de levantar una residencia de exposición, que pocas veces usa, se marchó al extranjero para someterse a una aventura trashumante de predicador neoliberal. Los favores que otorgó a grandes trasnacionales durante su gestión le fueron recompensados, aunque con la tacañería acostumbrada de esos centros de poder mundial. El turno de Peña Nieto no se quiere quedar atrás. Su Casa Blanca de Las Lomas apunta hacia un modo de vida equiparable al de 0.1 por ciento de privilegiados. Muy distante anhelo del restante 99.9 por ciento de sus gobernados, los cuales no pueden, ni en sueños guajiros, igualar.
Esta corta relación constata la distancia que separa las aspiraciones y deseos de los presidentes recientes de México respecto de las penurias y limitantes que acosan a los ciudadanos de a pie. La brecha es, ciertamente, insalvable. Las lecturas que desde esas lujosas cumbres se hacen de la realidad son, por mucho, distintas de las que se requieren para desempeñar un aceptable gobierno. Para tales personajes no existen cortedades presupuestales y los apuros fueron desterrados de sus altivas miradas. Además del generoso retiro presidencial a costa del erario, las facilidades adicionales que los rodean les permite enfrentar el porvenir con la cómoda tranquilidad de esos poquísimos seres que rondan por aquí y por allá, intocados por las penurias de los de abajo.
Ante la profunda crisis política que se ha desatado a raíz del caso Iguala, con sus muertos y desaparecidos como epicentro, no sólo la administración del susodicho nuevo priísmo entró en pasmo y desarticulación, sino que se hizo extensiva al régimen vigente completo. No es, por tanto, factible esperar respuestas adecuadas de un grupo incrustado en ese marasmo. Si en lugar de recetar, de nueva cuenta, un discurso panfletario (con los mágicos 10 puntos consabidos) se hubiera empezado por tomar una serie de medidas prácticas –como las que se enumerarán a continuación– se podría inyectar en la incrédula, desencantada y furiosa ciudadanía, una pizca inicial de confianza. A continuación se podría emprender la tarea estructural hasta ahora negada. Empezar, por ejemplo, con la devolución (o venta) del fantástico avión presidencial de 7 mil millones. Similar tratamiento dar al avioncito de 600 millones, ese que los delicados jefes militares usarán para moverse con prontitud. ¿Alguien ha visto a un gobernador en avión de línea? Habría que poner a subasta la flota de jets ejecutivos en que se transportan y desusan en infinidad de viajes de familiares y cuates.
Lo que un presidente de la República se permite es reproducido a escala por los gobernadores y, más abajo, por los alcaldes. Cómo es posible que los legisladores federales se receten recursos por miles de millones para surtir las buchacas de sus ambiciones personales o de facción partidista (la triste costumbre de los moches) Cuánto hubiera gustado a los mexicanos oír que, en aras de la austeridad republicana, Peña Nieto exhortara a legislar sobre los salarios de la alta burocracia central, (incluidos diputados y senadores y sus émulos estatales y en los cabildos) Nadie debe ganar más de 100 mil pesos mensuales. Ello con la súplica (que se volvería obligación) a los demás poderes para hacer lo mismo. Los haberes federales podrían regularse de tal manera que no se usaran en los estados para construir o mantener las lujosas residencias de gobierno donde retozan sus titulares.
El presupuesto federal anual llega a la espantífera cifra de 4.7 billones de pesos. Tal cantidad sobrepasa, con holgura, el presupuesto brasileño y el canadiense. Ambas economías bastante más grandes que la mexicana. Debería, por tanto, proporcionar toda una gama inmensa de satisfactores de orden social, cultural o político. Las sumas en inversión pueden, si se administra con austeridad, eficiencia y honradez, alcanzar los volúmenes requeridos para impulsar el ansiado crecimiento que al país le urge. Se podría empezar por un plan de construcción de unas 100 mil nuevas escuelas, con todo lo requerido para la mejoría de la enseñanza en esas zonas afectadas por la violencia y el secular atraso: Guerrero, Oaxaca y Chiapas, ya mencionadas como prioritarias. Ni una escuela más sin techos, sin pizarrones, sin agua corriente ni baños, sin comedores o electricidad e Internet. Al mismo tiempo, invertir, sin remilgos y temores guerrilleros, en los profesores que esas instalaciones requerirán para, ahora sí, mejorar la educación y bajar la violencia. Pero no fue ésta, u otra parecida, la historia contada. Faltó lo básico: altura de miras y compromiso con el pueblo. Una verdad, sin embargo, ha sido puesta al descubierto por la crisis: la élite nacional y su acariciado modelo, con el priísmo ahí insertado, no imaginará ni aceptará cambio alguno, porque ellos son el problema mismo.