Viernes 21 de noviembre de 2014, p. 4
La biografía de José Emilio Pacheco (1939-2014), escrita por su hija Laura Emilia, muestra a un personaje estelar de la cultura en México. Se trata, dice su autora, de un recorrido amistoso por la vida de mi padre
. Con autorización de Ediciones SM, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de A mares llueve sobre el mar, libro que será presentado en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara
Llegué aquí, como ocurre con todos nosotros, por una serie de coincidencias, realidades, eventos, circunstancias y azares que podrían rastrearse hasta el principio de los tiempos. Todos tenemos nuestra propia historia, distinta a la de los demás, porque cada uno de nosotros es irrepetible.
Puede decirse que la mía comienza cuando, muy pequeño, conocí a José Emilio. A primera vista no pensé que podría llevarme bien con él. Me pareció algo tímido, distraído. Siempre inmerso en la lectura de un libro, sentado ante la máquina de escribir –y después, frente a la computadora– terminando un artículo; apoyado sobre su codo izquierdo, con manchones de tinta en algunos de los dedos de la mano derecha. Siempre usa pluma fuente para escribir sus poemas. Solo lo hace de noche para no molestar a los vecinos con el ruido de las teclas de la máquina de escribir y, aun cuando desde hace mucho usa computadora –que casi no hace ruido–, se le quedó la costumbre de escribir su poesía mientras el mundo duerme, no suena el teléfono y nadie llama a la puerta. No sé ustedes, pero a mí me cuesta mucho trabajo concentrarme y lo peor que me puede suceder cuando estoy ocupado es, justamente, pararme a abrir la puerta. Grrrrrr.
José Emilio vive inmerso en la escritura. Le encanta la música y leer poesía, historia o sobre nuestro destino como personas y como habitantes de este planeta. Piensa, todo el tiempo piensa. Quizá por eso en un principio imaginé que era distante, frío. Pero no hay que juzgar a las personas sin conocerlas. Muy pronto comprendí que la realidad era otra. Casi de inmediato me percaté de nuestras similitudes: nos sentimos fascinados por la Luna, nos gusta el silencio, nos invade una perpetua curiosidad por todas las cosas (lo cual tiene un lado bueno y otro no tan bueno), estamos alertas a cuanto ocurre a nuestro alrededor y, sin embargo, a la vez habitamos nuestro mundo propio.
La luna rota
Nevó toda la noche de
plenilunio y al despertar
Y ver el bosque hundido en la
nieve
Parece irreal
Que ya amanezca y aún siga
intacta la Luna
Si ha caído en pedazos para
llenar de blanco este día.
Debo ser sincero. Cuando llegué, su expresión no era nada amigable.
–¡No! ¡Un gato! No quiero ni verlo –dijo, llevándose la mano a la frente, sin saber que yo lo escuchaba desde el interior de mi taxi para mascotas. José Emilio había sufrido mucho por la muerte de su adorada Emma, una gatita que vivió 15 años (eso, en tiempo-gato, ¡es como tener cien años humanos!).
Lo cierto es que José Emilio tiene una larga historia de amor por los animales (perros, tortugas, aves, guacamayas… ¡hasta una ratita blanca y un conejo!), y cuando les pasa algo o se mueren, se entristece.
Decidí actuar. Mi estabilidad física y emocional estaban en juego. No podía arriesgarme a quedar sin casa, en el desamparo: esponjé mi pequeña cola peluda, posé una patita fuera del taxi –claro, asegurándome de exhibir mis almohadillas nuevas color de rosa– y, cuando todo mi cuerpo quedó expuesto, comencé a hacer lo que me sale mejor: ronronée y ronronée y ronronée: prrrrr… prrr… ¡prrrrrrrrrrrrr!
En verdad creo que me excedí un poco. El volumen de mis ronroneos fue desproporcionado en relación a mi tamaño. En ese momento yo era talla chica. Ahora que ya crecí me siento cómodo en mediana o grande, dependiendo de cómo esté mi día. (Para jornadas largas o difíciles prefiero llevar una talla holgada que no me apriete.)
José Emilio quedó desconcertado. Ahora o nunca, pensé. Dice mi abuelita que las oportunidades hay que tomarlas por los pelos
, es decir, no podemos dejar que se escapen porque no sabemos si volverán, y yo tengo mucho pelo, José Emilio también: ¡los dos tenemos muchísimo!
Aproveché su confusión. Él me miró. Me impulsé para dar un salto enorme. Grácil y suavemente aterricé en su hombro. Me posé allí. ¡José Emilio no lo esperaba! El factor sorpresa fue decisivo. Al principio se quedó inmóvil, muy serio. Luego se inclinó un poco, como para evitarme una caída, y sonrió: la verdad es que siempre ha tenido un gran corazón. Con mucho cuidado me tomó en su mano enorme, suave, con venas por donde casi puede verse un desfile de letras pasando a toda velocidad por el torrente sanguíneo en su viaje hacia el cerebro: a, w, z, ü, m, e, o, c, ñ... (Como ocurre con los poetas y los escritores, a José Emilio las letras le dan vida.)
Mi cuerpo pequeño, tibio y suave se amoldó a la palma de su mano, y quedé convertido en una O
. Ya con otro semblante, acarició mi cabeza y me miró detenidamente:
–Orso. Te vas a llamar Orso –dijo.
–Prrrrrrr… –contesté.
Gato
Ven, acércate más.
Eres mi oportunidad
de acariciar al tigre
–y de citar a Baudelaire.
A José Emilio le encanta el mar; le gusta todo lo que sea de agua: ríos, lagos, nubes, lluvia, la perfección de una gota. Tal vez se debe a que, por parte de su mamá, Carmen Berny, su familia está íntimamente ligada al océano. José Emilio se apellida Pacheco Berny. Los Berny son originarios de Marsella, Francia, donde muchos de ellos eran capitanes de barco, marineros. Algunos cruzaron el Atlántico y llegaron a la Península de Yucatán.
Otra de las cosas que más le gustan es la música. Hermenegildo, su abuelo paterno, era muy pobre. Sobrevivió gracias a un gran don: tocaba todos los instrumentos. El papá de José Emilio, Jose María Pacheco Chí, era militar y notario, pero también excelente músico. Sobre todo le gustaba tocar el clarinete. El tío Julián era un virtuoso del violín. Supongo que de ahí le viene a José Emilio el oído para la poesía.
Después de conocer la historia marítima de su familia y su amor por el océano (en especial le gusta el mar embravecido), imaginé que José Emilio habría llegado al mundo en un barco, en medio de una tormenta, a bordo de un buque, o en una panga, en la ribera de un río sinuoso que se adentra en la espesura de la selva. ¡No, qué va! Él nació el 30 de junio de 1939 en la ciudad de México y pasó los primeros años de su vida en la colonia Roma.