nte la gravedad de la presente crisis ética, política (partidista, derechos humanos) y de seguridad que afecta a la nación, el gobierno del llamado priísmo renovado se encoge de modo notable y a simple vista. Los esfuerzos desplegados en los medios de comunicación (Televisa) para volver al espejismo de eficacia muestran los tontos deseos de retomar lo que se ha llamado la normalidad
de la vida organizada. Hasta ahora, la intentona aparece no solamente frustrada, sino francamente reveladora de la incapacidad del oficialismo en pleno para comprender la naturaleza misma de la crisis. Recuperar la normalidad implica volver a flotar sobre un mar, cotidianamente creciente, de fosas repletas de anónimos cadáveres ignorados. Volver a la normalidad quiere decir, para las cúpulas, intentar su continuidad a golpes discursivos de una narrativa ya desgastada hasta su mera pulpa. Insistir en la normalidad evoca las complicidades y los negocios al amparo del manto gubernamental. Volver a la normalidad es, así las cosas, tratar de recorrer una ruta que lleva a repetir más adelante, pero agravada, la traumática experiencia que hoy aflige la conciencia colectiva.
Muchos son los analistas de la actualidad mexicana que recomiendan al gobierno central dar un vuelco decisivo a la ruta hasta ahora transitada. La prolongación del modelo de acumulación que rige desde hace ya décadas llegó, sostienen con serios argumentos, al límite de sus posibilidades. Se agotaron los placebos que dibujaban un México mejor, moderno, asequible, puesto en movimiento. Se le viene instando a no solapar la ineficiencia, el ausentismo esencial que aqueja al país. Se le impele a desprenderse de las inercias que trampean el sano juego democrático. Desatar del yugo plutocrático impuesto a la economía. Confiar en las potencialidades que tiene, ciertamente, la sociedad. Incidir, con fuerza y valentía, en el terrible nudo de la impunidad que todo lo corrompe: entre individuos y, de éstos, en sus relaciones con el resto del cuerpo colectivo. Quieren finalmente, y así lo expresan, que se gobierne para las mayorías y no para unos cuantos abusivos, tal como se viene haciendo hasta el presente. Pero, a esta altura de las circunstancias y lo mostrado en el diario trajinar de las élites decisorias, las posibilidades de tales recomendaciones de salidas parecen vanas, fútiles, buenas para tapizar un borroso cartel de buenos deseos y vanidades.
El estado que guardan los asuntos de la República presenta, qué duda, un cuadro terrible, por decir lo menos. No se ve luz alguna al final del túnel por donde se transita con el necio empeño de seguir la ruta marcada, contra viento y marea, desde los intereses amafiados. La estrategia diseñada por la administración –de los que sí saben– topó con la dureza de la realidad. Superponer a la sanidad de la vida personal y organizada una agenda de reformas estructurales que trabajan contra la igualdad prometida se muestra, a las claras, no sólo estéril sino contraproducente. Menos aún si el tumor, expuesto en toda su malignidad por el caso Iguala, es, ciertamente, extensivo a gran parte del país. El crimen organizado ha tomado por asalto la casi totalidad de las instituciones nacionales. Se ha incrustado a lo largo y ancho, no sólo de los niveles municipales, sino que pulula y corroe toda la escala gubernativa, empresarial, religiosa, sindical, mediática o cultural. Cambiar de gobernador en Guerrero o tratar, por los muchos medios difusivos, a disposición del poder, de culpar a un munícipe y su esposa de la matanza y las desapariciones de Iguala, es, además de torpe, craso error político. Tal camino, ya emprendido, no alivia ni da seguridad alguna de futuro, por mínima que sea.
El esfuerzo (PGR) por focalizar el inmenso drama de los normalistas asesinados en un nivel inferior, integrado por la insana unión, bajo la égida del munícipe, no es aceptable. Ese tumor en efecto existe y se exhibe a flor de primitiva piel. El drama real completo forma un inmenso archipiélago que fluye por toda la esfera pública con sus múltiples actores, variados organismos y diseño de programas para la acción. Toca también profundas áreas de la vida privada que se han mimetizado con la violencia, la ilegalidad y el terror. Es el Estado mismo el que, a final de cuentas, expone, ya sin tapujos que valgan, su descomposición. Un diagnóstico severo apunta, con claridad, a su esclerosis terminal. Se tiene que empezar por aceptar, como arraigadas malformaciones, el largo y feroz proceso estigmatizador de los normalistas rurales y sus escuelas. Proceso ya bien arraigado que guarda una mezcla de racismo y temores a los de abajo. Un perverso aliento que sopla desde las atrincheradas y reaccionarias posturas de la derecha oficial y que ha sido hecho propio por el aparato de convencimiento en pleno. Esas normales son, en verdad, un dique insustituible para la paz y la tranquilidad de todos. Lo son, también, para preservar, los ya muy mermados sentimientos igualitarios. Extraviados propósitos por una justicia distributiva que resiste a las tentativas disolutas que dominan el pensamiento y el actuar del poder.