e entrado en Palenque con la reverencia que impone la majestad de estos templos milenarios en medio de la selva que parece pronta a abatirse sobre ellos y envolverlos en su abrazo devastador al menor parpadeo. Niños y ancianos disfrazados de chamanes con collares y túnicas blancas ofrecen baratijas y botellas de agua. El agua resulta ser una mercancía de primera necesidad, porque el calor húmedo pronto te empapa la ropa, y te abrasa.
El guía, que va delante de nuestros pasos con premura, porque en dos horas pretende mostrarnos todo lo que está permitido visitar, empieza sus explicaciones en la plazoleta frente al templo de la Reina Roja, que se levanta al lado del templo de las Inscripciones. Sobre la hierba verde se han sentado en círculo, en posición de loto, unos turistas japoneses que oran siguiendo la voz acompasada de un maestro de yoga que recita un mantra.
Siempre desconfío de los guías pues suelen ser demasiado imaginativos, pero este, además, es evangélico convencido de la Iglesia del Verbo, y no desperdiciará ocasión de entremeter versículos de la Biblia en sus explicaciones, con impertinencia que acaba por ser divertida, porque también las adorna de ribetes esotéricos. Y su obsesión, como terminará siendo la mía, es la Reina Roja, a quien llama la Poderosa Maga
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En 1994, la joven arqueóloga Fanny López descubrió una puerta oculta al lado de la escalinata principal del entonces llamado templo XIII. A través de un dédalo de pasillos y habitaciones clausuradas adrede se llegaba al aposento mortuorio donde yacía la reina Tz’akbu Ajaw, esposa del rey Pakal el Grande, sepultada en 672 después de Cristo.
El hecho de que una mujer mereciera un sarcófago resulta extraño a los cánones de la cultura maya, pero eso explica más bien el gran poder que tuvo. Los esposos gobernaron juntos porque Pakal le cedió parte sustancial de sus atributos de mando. Ambos eran temidos por sus súbditos, sobre todo ella, por sus artes de hechicera. Quién temía a quién entre ambos, eso aún no se sabe. Pakal la sobrevivió, y está enterrado en el templo de las Inscripciones, al otro lado de la plazoleta.
Cuando levantaron la lápida del féretro de piedra de la Reina Roja, que no contaba con inscripción alguna para hacer más denso el secreto del destino de su cuerpo, los arqueólogos se encontraron con una osamenta teñida de rojo por causa del cinabrio con que el cadáver había sido cubierto para preservarlo de la corrupción. Del color de esta sustancia mineral altamente venenosa, compuesta de azufre y mercurio, provino el nombre que le dieron. El guía, con aire vindicativo, nos cuenta que los vapores letales del cinabrio harían, además, que quienes se atrevieran a profanar la tumba pagaran con sus vidas.
Encima del rostro tenía una máscara compuesta de más de un centenar de piezas de malaquita, con dos placas de obsidiana que simulan las pupilas, cuatro trozos de jadeíta que simulan los iris, dos conchas marinas a manera de orejeras, y encima una segunda máscara de jade; en la cabeza conservaba una diadema, símbolo de su poder, y múltiples collares en el cuello y pulseras en los brazos. En la tibia izquierda se había quedado prendido el capullo de una larva de avispa, tan milenaria como el propio cadáver.
En la cámara mortuoria había otros dos esqueletos. Hacia el poniente, el de un niño de entre ocho y 11 años, que habían sido decapitado, y hacia el oriente el de una mujer de entre 25 y 35 años, a la que habían sacado el corazón, parte ambos del cortejo que debía acompañarla en su viaje al reino de los muertos de Xibalbá.
Identificarla no fue fácil, porque el cinabrio había borrado toda huella de ADN de sus huesos, y los genetistas, antropólogos forenses, paleoarquélogos y bioarquéologos de México, Estados Unidos, Canadá y Europa que se ocuparon de ella por años, tuvieron que recurrir a la pulpa de sus piezas molares donde al fin hallaron señales de ADN mitocondrial, y así supieron por fin quién había sido.
Y hasta la FBI intervino: Karen Taylor, la más notable artista forense de las filas policiales del mundo, logró hacer una reconstrucción facial que mostró el asombroso parecido con el rostro de la Reina Roja tal como aparece en los frescos del templo de las Inscripciones donde se halla sepultado su esposo Pakal.
La Reina Roja tenía una estatura de 1.58 metros y pasaba los sesenta años al morir. La mandíbula del esqueleto muestra un acentuado prognatismo, que nos aparta de la idea de que hubiera sido bella, y ya sabemos que poder, magia y belleza no siempre van juntos. Padecía de sinusitis crónica, y de artritis degenerativa y osteoporosis en grado avanzado, de modo que estos males habrán contribuido a volverla contrahecha. La dentadura mostraba también que su patrón dietético despreciaba las carnes.
Por qué tanto poder, ensayo a preguntarle al guía, que abandona entonces su prédica evangélica solapada y me responde lo que antes ya ha insinuado: la magia. Ella no sólo fue reina, sino suma sacerdotisa, cuyos maleficios todos temían. Palenque era la ciudad de la serpiente, que representa la fuerza femenina, y ella hizo que la corte de Pakal se rigiera por la hechicería. La serpiente de 18 anillos que se enrosca representa la energía cósmica, en su eterno regreso a la tierra mística de donde salió. Ella encarnaba esa serpiente.
Un siglo después de la muerte de la Reina Roja, tras un periodo de guerras sangrientas por la sucesión del trono, sequías y hambrunas, Palenque fue abandonado, y entonces el abrazo cálido y feroz de la selva sepultó a la ciudad en el olvido. Y milenios después, si no es porque aquella joven arqueóloga dio con la puerta secreta de su tumba clausurada, nadie sabría hoy de la Reina Roja, de su sed de poder, de sus artes mágicas ni de sus ambiciones.
Nueva York, octubre de 2014.