ifícilmente nos podríamos haber imaginado hace 10 años el grado de descomposición al que íbamos a llegar, aun en tiempos en que la economía estaba en franco retroceso, en el que la corrupción y la inseguridad eran motivos de preocupación y conversación permanente en todos los sectores sociales. Hoy, sin embargo, es claro que el país entero está en un proceso de descomposición generalizada. Recuerdo al presidente Miguel de la Madrid en su discurso de toma de posesión: decía que no deseaba que el país se le deshiciera entre las manos, pero eso es lo que hoy pareciera estar sucediendo, aun cuando sea poco probable que el señor Enrique Peña Nieto lo pueda aceptar, no tanto por su limitada capacidad intelectual, sino porque ello aceleraría la pérdida del control total de las riendas de nuestro país por parte del grupo en el poder, pero de qué otra manera podemos pensar ante el hecho de que las mismas autoridades que gobiernan en varios estados de la República se encuentren implicados en delitos graves, como ha sido el fusilamiento de un grupo de jóvenes en Tlatlaya, poblado del estado de México, ocultado y presentado por las autoridades como un enfrentamiento entre la delincuencia y las fuerzas armadas.
Del mismo modo está la muerte de un jovencito en la vía pública del estado de Puebla, como resultado de la aprobación de la ley bala
por parte del Congreso local, sólo para darle gusto a su autoritario gobernador, de manera que pudiese amedrentar a la población dispuesta a protestar ante sus múltiples arbitrariedades. En el mismo sentido llama la atención la declaración reciente del gobernador de Veracruz, quien afirmó que la seguridad en su entidad es tan grande que los únicos delitos que se registran son los frecuentes robos de Frutsis y Pingüinos Marinela, lo cual nos lleva a generar de inmediato la pregunta de por qué entonces las camionetas artilladas y los agentes de seguridad armados con ametralladoras recorren continuamente las ciudades y carreteras del estado. ¿Qué no resulta un esfuerzo un tanto desmedido? O se trata más bien de una estrategia de inducción de miedo. ¿Serán tan sólo para disuadir a la población de protestar ante el incontenible desvío de recursos –que deberían ser utilizados en servicios y obras públicas– a los bolsillos de sus funcionarios, que ven esos recursos como mero botín a su alcance?
A los casos de masacres cometidas en Tamaulipas, Coahuila y Chiapas, en el pasado reciente, se suma hoy el del crimen contra un grupo de estudiantes en Guerrero, cuyo titular ha logrado mantener una imagen similar a la de Idi Amín Dada, mejor conocido como el Último Rey de Escocia. A la violencia con la que manejó un incidente en Chilpancingo, contra los jóvenes de su estado, al inicio de su mandato, habría que añadirle el desdén implícito hacia la población más pobre y vulnerable de su entidad, a los que prefirió ignorar cuando el huracán de hace un año destruía sus viviendas, mientras el señor festejaba, con profusión de alcohol para sus amigos, las fiestas patrias en el palacio de gobierno. Hoy, sin tener siquiera la vergüenza para renunciar a su cargo, este individuo es acusado de complicidad, idiotez o las dos cosas, luego de desconocer que uno de sus amigos, apoyado por él, para alcanzar el puesto de alcalde, era a la vez miembro y cabecilla de una organización criminal.
Si a todo esto añadimos el derrame intencional e irresponsable de sustancias de alto riesgo que envenenaron los cauces de dos ríos de Sonora, ocasionando una tragedia económica para una vasta región de ese estado, se revela de una buena vez la incapacidad del gobierno para prevenir y evitar tales hechos, y más aún para castigar a los responsables, recordándonos nuevamente la impunidad con la que se cubrió el asesinato de decenas de niños en una guardería concesionada por el Seguro Social en esa entidad.
Hoy es difícil señalar a alguien como culpable de todo esto, pero lo que sí es posible es recordar al famoso senador romano Marco Tulio Cicerón, quien hace 20 siglos afirmó que la descomposición de un pescado se inicia siempre por la cabeza y que, si ésta no es a tiempo separada, el pescado entero terminará pudriéndose sin remedio. Por ello es importante considerar que los constituyentes de 1917, cuya sabiduría debería ser motivo de admiración de nuestra parte, incluyeron en nuestra Carta Magna el instrumento para erradicar todos los males, aun la tragedia que hoy ensombrece a nuestro país y que a nosotros mismos nos asombra y nos llama a indignación:
–El Presidente de la República, al tomar posesión de su cargo, prestará ante el Congreso de la Unión o ante la Comisión Permanente el juramento siguiente: Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere, que la nación me lo demande
(artículo 87 de la Constitución de la República)–. Convertido ahora en mero trámite de la liturgia política, cada presidente y cada gobernador estatal, con los ajustes del caso, lo repiten sin reparar en su contenido como un mero acto protocolario. Con este artículo los diputados que hicieron la Constitución nos dieron a todos los mexicanos el derecho, pero también el deber de hacer lo que nunca hemos hecho: demandar a nuestros gobernantes por sus acciones y omisiones cuando ello sea necesario.
Me pregunto y pregunto a los lectores de este artículo: ¿qué sucedería si hoy una organización de la sociedad civil instrumentara y convocara a una consulta nacional, colocando mesas en las plazas públicas de todas las ciudades y poblados del país, para pedir a la población con derecho a voto que conteste un pequeño formulario que resumiera su opinión sobre si el Presidente de la República y el gobernador de su estado han cumplido con sus responsabilidades de gobierno y sus promesas de campaña, si han cuidado el cumplimiento de las leyes, si han permitido e incluso promovido la corrupción y la impunidad, si han desempeñado sus cargos leal y patrióticamente y si han velado por el bienestar y la prosperidad de sus gobernados? ¿Cuál sería el veredicto de la sociedad? ¿Tendría ello algún efecto si ese veredicto fuera hecho del dominio público y difundido alrededor del mundo? Por otra parte, ¿podría haber autoridad civil o militar que lo impidiese sabiendo que se trata ni más ni menos que de un mandato constitucional? Quizás valiera la pena que pensáramos en esta posibilidad y la discutiéramos pronto, antes de que sea demasiado tarde. Yo afirmo que con la voluntad de un grupo reducido, pero comprometido, esto es totalmente factible.