ntre tanta turbiedad hay remansos. Son signos esperanzadores frente a la barbarie desatada por todas partes. Las acciones destructoras acaparan los titulares noticiosos y parecieran sofocar los signos de vida. Las tinieblas se ciernen por doquier, pero, con todo, pequeñas, tímidas luces alumbran los senderos que pueden llevarnos a otros horizontes.
Por ahí perdida en los torrenciales informativos encuentro una nota que me conmueve. Es la heroicidad de pequeños grupos que se esfuerzan por mantener viva la producción cultural en Irak, Afganistán y Siria. Pablo Sanguinetti da cuenta de los editores que en los mencionados países producen libros, no obstante la falta de papel, amenazas de los censores y dificultades de los lectores para hacerse de los materiales editados.
Editores iraquíes, afganos y sirios acudieron a la principal feria librera del orbe, la de Fráncfort, para dar a conocer sus libros. Marwan Adwan, sirio y director de una editorial que ha debido emigrar a Dubai para desde ahí continuar en la loable tarea de producir libros, todavía imprime en Siria, en Damasco, a pesar de que falla la electricidad, el transporte es difícil, no se encuentra papel, los precios cambian cada día y muchas imprentas fueron destruidas
. Pese a todo esto ha encontrado resquicios para continuar arando en el desierto, con la terca esperanza de hacerlo florecer: Cuando hay guerra, el Ministerio de Información tiene poco tiempo para ocuparse de los libros. Hay menos control y es más fácil publicar con libertad
.
Pablo Sanguinetti, en la nota citada, describe la situación en el norte de Irak ante los amenazantes avances de la agrupación conocida como Estado Islámico, que pretende controlar cada aspecto de la vida política, social, religiosa y cultural. En tales condiciones la Editorial Tenus, comenta Hoshyar M. Rashid, “vende sobre todo libros educativos y para niños […] Vendemos muchos atlas históricos. Para la gente es un modo sencillo de conocer de dónde venimos”.
Desde los tiempos de la República Islámica ha sido muy difícil leer libremente en Irán. El ominoso panorama lo describe bien Azar Nafisi en Reading Lolita in Tehran: A Memoir in Books (Random House, Nueva York, 2004). Hasta 1995 Nafisi enseñó literatura en distintos centros de educación superior iraníes. Los controles y exigencias de autoridades gubernamentales islámicas, que impusieron desde programas de lecturas hasta formas de vestimenta, llevaron a la profesora Nafisi a renunciar de su puesto académico. Entonces decidió invitar a su casa a siete de sus estudiantes, todas ellas mujeres, para leer cada jueves en la mañana obras literarias.
Azar Nafisi evoca en su libro de memorias que la temática de la clase era la relación entre ficción y realidad
. El grupo de mujeres leía literatura clásica persa junto con clásicos occidentales. Lo mismo conversaban sobre Las mil y una noches que acerca de Lolita, de Vladimir Nabokov; Orgullo y prejuicio, de Jane Austen; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; novelas de Henry James. Nafisi salió de Irán en 1997; el opresivo régimen le cerró cualquier posibilidad de continuar su labor docente. Continuó la subversiva tarea de establecer relaciones entre la literatura y la realidad en la Universidad Johns Hopkins, en Estados Unidos.
En Afganistán la Editorial Aazem, fundada y dirigida por Ajmal Aazem en Kabul, rememora que con el régimen talibán no había editoriales. Nadie compraba libros. Y hace 20 años ni siquiera había imprentas o computadoras
; hoy el panorama es alentador: hay un crecimiento muy rápido. Salen 500 nuevos títulos por año y hay unas 25 editoriales
.
Al caer el régimen talibán la periodista Asne Seierstad llegó a Kabul en noviembre de 2001. Documentó entre distintos pobladores las dolorosas experiencias vividas a manos de los inclementes talibanes. Fue cuando conoció al librero Sultán Khan, quien le refirió que su oficio ha permanecido entre acosos de distintas facciones ideológicas y políticas: primero, los comunistas me quemaron los libros, luego los muyahidin saquearon la librería y, finalmente, los talibanes volvieron a quemar los libros
(El librero de Kabul, Maeva/Océano, Madrid/México, 2007, p. 7). Quienes creyeron que terminarían con los libros de Khan se toparon con la paciente y obstinada labor de un hombre comprometido con la sencilla tarea de sembrar letras que inquietan vidas.
La lección de los editores y libreros iraquíes, sirios y afganos demuestra que la barbarie no tiene, no debe tener, la última palabra. El acto civilizador de hacer pensar a la gente adquiere carácter de urgencia cuando los poderes nos quieren convencer de que no hay alternativas. Los horrores no deben normalizarse, sino que tienen que verse como lo que son, excesos atentatorios de la dignidad humana, sea en Siria, Afganistán, Irak o entre nosotros, como en la herida abierta de Ayotzinapa.