Opinión
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Capacidad de respuesta
E

l momento es atroz. Y la pregunta se repite: ¿qué hacer? ¿Cómo reaccionar ante las dimensiones que hoy alcanza el horror?

Lo primero es caracterizarlo bien. ¿Cuál es la situación que enfrentamos?

Experimentamos lodo social y político. Del mismo modo que en el lodo no es posible distinguir el agua de la tierra, en México ya es imposible distinguir claramente entre el mundo de las instituciones y el del crimen. Son la misma cosa; encarnan conjuntamente el mal que padecemos. Si alguna duda quedara, se juntaron evidencias en Ayotzinapa.

¿Protección? ¿Seguridad? En los estados-nación se otorga el monopolio de la violencia legítima al gobierno para que proteja a los ciudadanos. No sólo se abandonó esta función central. Nuestros gobiernos carecen de legitimidad y ya no tienen el monopolio de la violencia. Se han convertido ahora, como muestran Tlatlaya o Ayotzinapa, en empresarios de la violencia, en quienes la provocan y propician.

¿Estado de derecho? El desafío no es solamente que la ley no se cumpla y las autoridades la violen continuamente. La ley misma se encuentra en entredicho.

Ocupa Wall Street hizo posible decir en voz alta lo que sabíamos: los gobiernos sólo representan al 1 por ciento, no al 99 por ciento. Una minoría exigua e ilegítima ha estado dictando las leyes. Lo que han hecho con ellas es otra forma de crimen.

La Constitución de 1917 fue una fórmula de compromiso, elaborada por constituyentes que estaban bajo la presión de los ejércitos revolucionarios. Tuvimos así un pacto social emanado de la Revolución. Lo que se ha hecho, especialmente a partir de 1992, es destrozar ese pacto y su sustento constitucional.

Como nos advirtió Foucault hace tiempo, las leyes se configuran ahora para proteger a unos cuantos, que pueden usarlas, abusar de ellas y violarlas impunemente, y controlar o castigar a todos los demás, facilitar su despojo. La ley y las instituciones se han puesto al servicio del capital. No forman ya un espacio para la gestión del conflicto y la expresión de la voluntad ciudadana, sino un dispositivo de dominación y control.

La justicia debe ser ciega, dijo el inaudito procurador de Justicia de Sonora al encarcelar a Mario Luna. Pero la venda fue puesta sobre los ojos de la mujer que simboliza la justicia para que no viera los horrores que se cometerían en el estado de excepción, cuando se proclama legalmente la ilegalidad. La justicia exige ojos bien abiertos. Estamos en un estado de excepción no declarado, en que autoridades sin legitimidad usan, abusan y violan leyes injustas, con ceguera interesada.

No es momento de parálisis, de dejarse abarcar por el temor, intimidados por palabras y obras que nos quieren someter por miedo y por cinismo. Menos aún es tiempo de recurrir a la violencia; con el ojo por ojo, todos quedaremos ciegos. Podemos tener la fuerza, la capacidad y el coraje de hacer valer el número de quienes constituimos el país y queremos ahora reconstituirlo, reconstruirlo.

El poder es una relación en que una de las partes transfiere o atribuye poder a la otra. Se ha roto nuestra relación política. Como bien dijeron los estudiantes del IPN, no es posible confiar en estas autoridades, incluso y particularmente cuando debe negociarse con ellas.

No se trata de nuevas o viejas demandas. Se presentan demandas cuando se cree que los de arriba pueden satisfacerlas. Estos empresarios de la violencia, al servicio del 1 por ciento, no harán lo que queremos. Podemos y debemos exigir ciertas cosas y obligarlos a cumplirlas. En lo demás, en lo que realmente importa, debemos hacer sólidas demostraciones de nuestra fuerza, como hicimos el miércoles pasado o este fin de semana, en el encuentro de las resistencias, o como lo haremos en la convención del día 14. Son demostraciones en que se exhibe, además, la capacidad de autocontrol. El camino a seguir es claro: concertar en la acción esa fuerza para tomar en nuestras manos el asunto.

El asunto no es otro que encaminarnos seria y serenamente a reconstituir el país. No es una marcha más, ni el mero recambio de dirigentes, para que algún líder o partido encabecen los aparatos obsoletos de la opresión. Se trata de reconstruir desde abajo nuestras capacidades autónomas de gobierno y desde abajo crear progresivamente las instituciones que reflejen el mundo nuevo que estamos creando, ese mundo en que caben muchos mundos, ese mundo en que damos sentido y realidad a la democracia, la justicia, la libertad.

Mario Luna y Fernando Jiménez, nuestros compañeros yaquis, Tlatlaya y Ayotzinapa son hoy los nombres/símbolo del horror. Pueden ser también los símbolos de nuestra capacidad concertada de respuesta.