espués de presenciar la inconmensurable ola de crímenes no resueltos, personas desaparecidas, jóvenes reprimidos, guerras entre criminales, y finalmente el acto de barbarie en Iguala, pienso en el célebre dicho del coronel Kurtz en Apocalpyse Now: No creo que existan palabras para describir todo lo que significa, a aquellos que no saben qué es, el horror
.
Pero lo que significa una década de estar presenciando este horror –algunos en silencio y otros afortunadamente, movilizándose y resistiendo con sus mejores armas cívicas– me ha recordado el texto de Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén. El subtítulo que generó la polémica lo tomo prestado para este artículo.
Arendt ofreció un reportaje al New Yorker sobre el juicio al criminal Eichmann que se realizaría en Jerusalén después de su secuestro en Argentina. Del reportaje surgió el libro y en medio se desató un enorme debate promovido no sólo pero sí de manera significativa por muchos prominentes judíos de Nueva York. Algunas afirmaciones iniciales fueron corregidas y matizadas en el libro, pero sus afirmaciones centrales permanecieron.
En este artículo me refiero particularmente a la afirmación que Eichmann culpable sin duda de crímenes que llevaron al exterminio de millones de seres humanos –y en consecuencia en opinión de Arendt, merecedor del castigo mortal al que fue condenado– no era un monstruo desequilibrado, sino un burócrata mediocre celoso del cumplimiento de las órdenes de sus superiores y sobre todo de quien consideraba el origen de todas las órdenes legítimas, Hitler mismo. Hannah Arendt se refiere al vacío intelectual y moral de Eichmann, al hecho que su incapacidad de hablar de manera coherente durante el juicio estaba íntimamente conectada con su incapacidad para pensar desde la perspectiva de los demás. En su opinión personificaba más que el odio o la locura algo peor: la naturaleza sin rostro del mal nazi en sí mismo enmarcado en un sistema cerrado manejado por gangsters patológicos y guiado a desmantelar la personalidad humana de sus víctimas
. En una de sus grandes obras, Los orígenes del totalitarismo, argumenta en el marco de la noción kantiana del mal radical. Pero en su libro sobre Eichmann y en las polémicas que siguieron insistió que sólo el bien es radical, el mal puede ser extremo pero no radical porque no tiene profundidad ni una dimensión demoniaca y sin embargo tiene la capacidad de expandirse como hongos sobre la faz de la tierra
. Y sentencia que el mal proviene de una falla para pensar.
Eso es a lo que se refiere cuando habla de la banalidad del mal. No que el mal sea insignificante sino que al contrario porque aparece realizado por gente normal y mediocre y no sólo por gente desequilibrada, tiene efectos más devastadores. No se trata de exculpar a criminales, sino entender la manera como el mal puede extenderse si no hay contrapesos sociales, resistencia y denuncia explícita. (Me he basado en la versión de Penguin Books, 2006 y los entrecomillados son de la introducción de Amos Elon).
En estas horas trágicas para nuestro país no sugiero analogía alguna entre los regímenes surgidos de la transición y las alternancias con un régimen específico denominado fascista o nacionalsocialista. Lo que emergió en la transición electoral culminada en 1997 en México fue un régimen político ensimismado en tres partidos principales en una democracia frágil y vulnerable, y un Estado no reformado y disfuncional a las nuevas circunstancias sociales y políticas del país.
En cambio es indispensable entender que la indiferencia ante tantos muertos, la idea que surgió en algunos círculos hace algunos años que mientras se mataran entre criminales no era una cosa grave, o que se trata de un lío entre los políticos porque los ciudadanos no tenemos poder para hacer nada al respecto propicia, a partir de la impunidad, la expansión de un mal que corrompe a nuestra sociedad.
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