legué al aeropuerto de Florencia el 15 de septiembre para tomar el vuelo de AF hacia París. Me enteré allí de la huelga de pilotos y de la imposibilidad de viajar ese día. Acabé con mis maletas en un hotel cualquiera, para salir de madrugada al día siguiente.
Una semana más tarde, el 21 de septiembre, me dirigí al Charles de Gaulle para tomar el avión de AF que debía conducirme a México. Después de miles de peripecias y arrogancia, desprecio, grosería, mezquindad de los funcionarios de Air France y Aeroméxico, se me dijo que mi viaje había sido anulado; debía comunicarme con Delta, institución que me había expedido mis boletos, desde un call center de una ciudad estadunidense, donde opera Air France para atender a los pasajeros de América Latina.
Reitero: con grosería, altanería y desprecio se me anunció que puesto que Delta había cometido el error no podían pagarme ningún hotel y que tomara la navette que me llevaría a algunos de los que se encuentran cerca. Me dirigí a esa área; esperé y abordé por fin una que me dejó en un hotel que carecía de sitio. Volví a subir, cargando con dificultad mis maletas. Llegué a un lugar que no tenía ni baño; a las seis y media de la mañana siguiente esperé otra navette para negociar con la gente de Delta: enorme cola.
Una funcionaria me atendió con bastante amabilidad y eficacia. Buscó las causas de la anulación de mi viaje y en vista de la aparente imposibilidad de conseguirme un vuelo, se me pidió que pacientara –il faut patienter, madame– y se me pidió esperar a que llegara la responsable del despacho.
A las nueve de la mañana llegó una joven amable. Habló con los funcionarios de Air France: no parecía haber ninguna causa por la que los funcionarios de Delta hubiesen anulado mi viaje.
Se me volvió a pedir que pacientara –Je vous prie de patienter, madame–, y que me sentara en un asiento frente al mostrador de Delta.
La huelga seguía en todo su apogeo.
Pasaron varias horas más durante las que tuve que pacientar, como en el consultorio del dentista o del ginecólogo o en los laboratorios del Hospital de Nutrición. Se me agotó la paciencia y hecha una furia me levanté; en ese momento apareció una funcionaria, quien me dijo que después de una investigación exhaustiva, casi policiaca, descubrieron que quienes se dicen no funcionarios de Air France sino funcionarios del aeropuerto Masaccio, de Florencia, anularon mi viaje cuando programaron mi salida a París.
La faute est à Air France, me dijo, cariacontecida la funcionaria.
Me explicó que el único vuelo posible era uno de Air Europa rumbo a Madrid y de allí a París, pero no en Roissy sino en Orly. No encontraron hotel en Orly y me pidieron buscar uno yo misma. Por ser demasiado arriesgado, decliné la oferta y acepté alojarme en el hotel Campanile, situado a unos kilómetros del aeropuerto. Fue largo este proceso que incluía tanto paciencia como desplazamientos y carga de maletas. En la famosa parada de la navette muchos pasajeros esperaban. Pasaron varios autobuses y ninguno se dirigía al hotel asignado. De casualidad pasó un taxi y lo tomé. Llegué muerta al hotel, a tiempo de la comida.
Decidí salir muy temprano al día siguiente rumbo a Orly. Para hacerlo, según las instrucciones, debía tomar una navette hacia el aeropuerto Charles de Gaulle en Roissy y esperar allí a que saliera otra para Orly, pero, decidí tomar otro taxi.
El vuelo salía a las 11:35 de la mañana y llegaba a Madrid a las 13:30, apenas con tiempo para hacer la correspondencia con el vuelo de Aeroméxico, a las 14:40. Llegué sin aliento a una de las terminales del aeropuerto Barajas, donde tuve que tomar otra navette hacia la terminal que me correspondía y dirigirme a la puerta A8 donde debía embarcarme: un recorrido infinito.
Afortunadamente, pude abordar por fin mi avión y llegar a México el mismo día 23 de septiembre, totalmente devastada, un poco menos que cualquier pasajera que viajase a las Indias en el siglo XVII.
Twitter: @margo_glantz