a matanza de Iguala es un acto de barbarie que dista de haberse explicado. Podemos calificarlo por sus terribles consecuencias; inferir las causas más profundas que lo originan en el orden desigual e injusto que prevalece en Guerrero y señalar las notorias responsabilidades atribuibles a autoridades de todos los niveles, presas de la corrupción o amparadas por la impunidad como garantía de su dominio. Pero aún ignoramos lo más elemental: el móvil de los asesinos, el hilo que nos permitirá saber no sólo qué pasó sino por qué pasó. Precisamos conocer cómo la decisión (política) de reprimir a los estudiantes disparando contra ellos balas reales se convierte en el infierno letal de las desapariciones, ese ritual innombrable de muerte y odio que pretende negar a las víctimas incluso el derecho a serlo.
Sabemos ya que la presidencia municipal y los cuerpos de seguridad eran uno y lo mismo que las bandas del crimen organizado, cuya ley se impone en amplias regiones del estado, pero la dimensión de la tragedia obliga a reflexionar sobre las posibles complicidades de muchos de quienes tenían la responsabilidad de vigilarlos.
Ni el gobierno estatal ni el Congreso guerrerense respondieron a tiempo ante las gravísimas señales procedentes de Iguala. Cerraron los ojos ante el asesinato de tres dirigentes populares hace unos meses, no obstante las evidencias que implicaban al alcalde ahora prófugo y, evidentemente, a sus
cuerpos de seguridad, brazos ejecutores de esos crímenes. No es un secreto para nadie que las policías locales –y estatales– son la vía de acceso de la delincuencia organizada para poner bajo control a las comunidades, de modo que ellos son los que dan las órdenes y de hecho gobiernan, como se demostró en Michoacán en los últimos tiempos.
Todo el mundo, al parecer, lo sabe, pero a pesar de los riesgos que conlleva para la sociedad, el modelo
funciona, aprovechando incluso los espacios electorales para condicionar la voluntad ciudadana. Iguala es a querer o no un símbolo de la perversión del orden democrático puesto al servicio de los peores intereses. Por eso es que, mas allá de la infinita e inconcebible tragedia que enluta a decenas de familias guerrerenses, entre ellas algunas de las más pobres, el caso de Iguala muestra la profunda crisis de un régimen que no acaba de reformarse para ser más justo. Asegurar elecciones libres no basta cuando prevalecen los cacicazgos y los poderes locales, los compadrazgos dentro y fuera de los partidos, la impunidad que favorece todos los medios para obtener recursos, comprar el voto y así vivir en la fantasía del estado de derecho mientras por abajo se saquea, expolia y asesina a los que obstaculizan el funcionamiento del orden establecido.
El alcalde de Iguala no es un delincuente porque lo postuló el PRD, como insinúan algunas voces que buscan sacar raja de la situación, pero el partido y el gobierno de Guerrero sí tienen una responsabilidad política por no oponerse a tiempo a los frívolos juegos de poder de una camarilla local con una trayectoria de sospechosa cercanía a la delincuencia. Está visto que la pretensión de poner por delante la figura del candidato cacha votos
por encima de los códigos éticos y políticos que deberían definir a una fuerza política crea indeseables compañías y en extremo empuja hacia complicidades inadmisibles que bajo ningún concepto pueden tolerarse en ningún partido.
Mientras el Estado mexicano sea incapaz de asegurar la gobernabilidad mediante la justicia y la ley, la delincuencia seguirá colonizándolo, aprovechando para sí misma el orden
legal. No podemos pasar por alto el hecho de que estas matanzas involucran a los más débiles, a esos ciudadanos cuya desaparición no perturba –porque no existen para ellas– la vida cotidiana de las élites, lo cual muestra no sólo el filo irracional, demencial, de la violencia criminal, sino su siniestro clasismo, su carácter instrumental.
Nada será igual después de la matanza de Iguala. La imagen construida por el gobierno para demostrar que México ya era otro país ha estallado como una pompa de jabón. Las declaraciones de gobiernos e instituciones internacionales (incluyendo al Departamento de Estado de Estados Unidos) son contundentes. La exigencia de que se investiguen y aclaren los hechos pone a prueba –y en crisis– la lentitud de las autoridades nacionales y afecta directamente la credibilidad del presidente Peña Nieto ante el entorno global.
Para la sociedad mexicana, que ha pagado con muchos sacrificios y sangre cada paso hacia la democracia, no habrá futuro mínimamente creíble si este caso se deja impune, si los arreglos politicos en las cúpulas suplantan al legítimo sentimiento de justicia que emerge entre la ciudadanía. El Estado tiene que responder. Frente al proceso electoral que comienza se eleva el fantasma de la violencia y tras el de la ingobernabilidad. Con el fuego, dice el dicho, no se juega.