na reciente publicación de la Cepal revela que la participación del factor trabajo en el PIB mexicano ha caído hasta contabilizar 27 por ciento de ese total. Esto implica que el otro factor (el capital) se apropia del 73 por ciento restante, una desproporción que resalta la enorme desigualdad reinante en este país. Hace algunas décadas, allá por la provinciana época de los 70 del siglo pasado, los trabajadores alcanzaron, luego de luchas y logros, proporciones cercanas a 40 por ciento. Fueron los últimos años del crecimiento acelerado (6.5 por ciento como promedio), junto con un aceptable reparto de la riqueza colectiva.
Por esos tiempos la retórica revolucionaria aún encontraba asideros de realidad. A partir de esos ya lejanos y añorados triunfos, el modelo neoliberal, impuesto con rigor desde las cúpulas decisorias, se esparció por todos los confines hasta hacerse hegemónico. Empezó entonces la prolongada decadencia que se padece, ahora bajo la férula el priísmo renovado. Ese que presume su nueva estirpe, precisamente la que sostiene haber puesto a la nación en movimiento.
Participar en sólo 27 por ciento de la riqueza generada habla de un sinnúmero de carencias terribles, horizontes cerrados e injusticias extendidas por todos los rincones y lugares. Habla, también, de enormes trabas al crecimiento económico que, con urgencia, se necesita y mucho se promete asegurar. La demanda agregada es un ingrediente crucial para la expansión de la planta productiva nacional. El poder de compra de la población, mermado hasta esos extremos perversos, no deja espacio para ensanchar la oferta de bienes y servicios.
La inversión, por tanto, tampoco encuentra el aliciente requerido para alcanzar una dinámica robusta. Las apropiaciones acumuladas del capital, al situarse en rangos superiores a 50 por ciento, empollan plutocracias voraces que no sólo obstaculizan el sano flujo del desarrollo, sino que llegan a capturar con múltiples, sutiles o férreas amarras, las mentes e instituciones políticas y sociales de una nación. Hasta los complejos asuntos de la democracia quedan subyugados a sus privilegios y caprichos. La evidencia empírica de tal subordinación al respecto es, por demás, abundante a pesar de los disfraces que usa el aparato de convencimiento a su servicio.
Las famosas reformas, llamadas estructurales, esas que se dicen imprescindibles para encauzar la modernidad mexicana, contienen normas, propósitos y explícitos mecanismos que harán más desigual el reparto del ingreso nacional. No fueron pensadas para mejorar el bienestar colectivo, sino para facilitar la acumulación de capital. Todas ellas –copias de otras casi idénticas en sus diseños– han sido llevadas a cabo en diferentes y variados países. Sin pudor alguno y sí con implacable rigor, han producido los desiguales repartos esperados.
Permitir rangos menores a 30 por ciento del PIB para el factor trabajo conduce a rebasar límites ciertamente indebidos, peligrosos extravíos para una sana convivencia humana. La pobreza, la marginación, el grotesco desempleo y la exclusión de enormes conjuntos poblacionales implicadas en tan grosera distribución son, desde cualquier escala (incluso productiva), inconvenientes e inaceptables para la dignidad y la justicia. El deterioro de los salarios ha sido, a lo largo de más de los 30 pasados años, un fenómeno imparable, cínicamente tolerado aun por aquellos que deberían oponerse y reversar tal oprobio.
El pensamiento y los criterios usados para permitir la erosión en los niveles de vida de las mayorías penetran de lleno en lo inhumano. Los alegatos de productividad o competencia con otras economías como parámetros comparativos son crecientemente ridículos y falsos. Proponer, como lo hace el PAN, una consulta para aquilatar la opinión popular sobre la posibilidad de incrementar los mínimos es un severo barómetro para aquilatar la atrasada mentalidad que campea en ese partido. México es el único país latinoamericano donde el salario mínimo vigente asegura la miseria.
Mucho se habla del efecto corrosivo de la extendida corrupción que plaga esta sociedad. Y en efecto, no es posible avanzar en casi ningún aspecto del desarrollo si no se establecen los debidos controles institucionales que la hagan, al menos, tolerable y la rebajen a una mínima expresión. El patrimonialismo –por cierto, una costumbre y práctica extendida en el país– se empareja y alimenta con ella. Subyace como un estrato en muchos de los procesos públicos y privados de aparente normalidad y llega a instalarse como orgullo clasista. Llevado al extremo, el patrimonialismo engendra malformaciones que obstaculizan el avance económico y social del país. Con fatua naturalidad se acepta que ciertos funcionarios o incluso ejecutivos de empresas privadas se rellenen los bolsillos con salarios enormes: 100, 200 y hasta miles de veces los salarios llamados mínimos. Las denuncias de tan agresivas deformaciones se hacen casi cotidianas.
Sin embargo, todo sigue su inmutable curso. Ninguna corrección institucional toma forma debida. Ningún juez se alebresta y rebaja, voluntariamente, sus bonos, prerrogativas y choferes. Tampoco lo hacen los altos funcionarios bien cebados con los haberes públicos que, por su abundancia, ensanchan sus diferencias con las carencias de las mayorías. Los magistrados y consejeros electorales difuminan la mirada y amortiguan sus conciencias. Menos lo hacen los líderes sindicales que se dicen preocupados y cercanos a sus agremiados. Las voces de los legisladores federales denunciando oscuros cuan extendidos manejos y moches se emparejan a la premura de sus esporádicas protestas. No se ha oído a gobernador alguno que se desprenda de sus fieles y caros cortejos, deje constancia de austera conducta o renuncie a endeudar a su estado para satisfacer megalomanías y negocios. Los munícipes hacen alardes de dispendios y poquiteros desplantes de generosidad. El directivo del consejo que fija los salarios mínimos queda impávido al adjudicarse unas 135 veces ese mínimo que endilga a millones. Estas realidades, que parecen inconmovibles y sin remedio alguno, son las que propician la inacabable serie de conflictos que campean por esta sitiada República de los mexicanos. No habrá progreso con las disparidades que se padecen, tampoco paz ni seguridad colectiva. La violencia será una constante merecida por la injusticia distributiva llevada a extremos obscenos.