n nombre de la democracia se exhiben procesos de naturaleza muy diversa y que parecen, de modo paradójico, acomodarse a propósitos particulares que contradicen la inclusión que en principio aquella representa. El retorno del problema de la desigualdad social viene al caso.
En Escocia y Cataluña se expresan movimientos independentistas. En el primer caso una consulta se realizó en el marco de la ley vigente. En el segundo la ley se esgrime como factor para prohibirla. Entre Rusia y Ucrania está abierto un fuerte antagonismo, armado incluso, y que se remite a las condiciones mismas de procesos que se tienen por democráticos. En Europa, en el marco de la crisis financiera se impusieron durante un tiempo gobiernos no electos en Italia y Grecia. La Unión Europea impone grandes contradicciones con las unidades nacionales que la componen. Estados Unidos padece una verdadera traba operativa expuesta en el conflicto casi permanente entre la presidencia y el Congreso. En el Medio Oriente la voluntad democrática significó choques que derivaron en un mayor autoritarismo, en el poder del fundamentalismo religioso y en el estallido de la guerra.
La democracia abarca un amplio abanico de manifestaciones. No es siquiera una referencia común e identificable en distintas sociedades. Hay movimientos y sistemas políticos que no tienen ni pretenden tener un sustento democrático. Las protestas en China crecen. En un extremo se ubica el surgimiento del Estado Islámico en el norte de Irak.
Jacques Ranciere publicó hace unos años un texto cuyo tema se hace cada vez más patente. El título es Odio a la democracia. Odio que se funda en considerar como una amenaza el reino del deseo ilimitado de los individuos en una modera sociedad de masas
. Sus orígenes los traza hasta la antigua Grecia, donde había quienes veían en el innombrable gobierno de la multitud la ruina de todo orden legítimo
. Y esto se extiende hasta quienes basan en las revelaciones de la ley divina el único fundamento, también legítimo y profundamente excluyente, sobre el que debe organizarse una comunidad.
Afirma Ranciere que en la disputa por la democracia hay experiencias en las que desde una perspectiva aristocrática se pudo legislar un compromiso con la democracia preservando una forma de gobierno elitista y el orden basado en la propiedad. En el otro extremo está la crítica basada en la noción de que las instituciones de la democracia formal son un instrumento del poder de una clase social. La esencia de este debate y del conflicto que entraña no está superada.
Fukuyama sustentó su tesis del Fin de la Historia en los principios de la democracia liberal. Su argumento era, básicamente, que ellos representaban la mejor opción disponible y, de ahí, su crítica a cualquier desviación de ese camino. En sus escritos posteriores plantea el asunto de que, no obstante, las democracias liberales son proclives al estancamiento y la decadencia; condiciones que han afectado a otro modos de organización política.
En su reciente texto sobre El orden político y la decadencia política, propone que las instituciones democráticas son siempre sólo un componente de la estabilidad política. En ciertas circunstancias pueden coinvertirse en fuerzas desestabilizadoras. De ahí argumenta que los tres pilares requeridos por un orden social operativo son: un Estado fuerte, el predominio de la ley y la rendición de cuentas en un entorno democrático. No son únicamente elementos necesarios, sino que tienen que darse de manera simultánea.
Otra vez, me parece, esto expone las distintas capas de la democracia, pero también las distintas capas del debate sobre la democracia. El papel del Estado sigue siendo central y en esto hay una confluencia última entre la derecha y la izquierda en su quehacer político y su entendimiento de la democracia.
En este último campo Fukuyama ha sido y sigue siendo provocador. Una cuestión que señala este autor es que cuando la democracia se vuelve estable tiende a ser capturada por las élites.
Pero de esa idea me parece que podrían desprenderse dos cuestiones distintas. La primera tiene que ver con las condiciones que provocan la estabilidad de la democracia y la forma que adopta esta condición. El caso de México es muy ilustrativo en este sentido. De ello se derivan las prácticas de gobierno, las relaciones con los ciudadanos y las manifestaciones del poder, o sea, las maneras de captura por parte de las élites.
La otra apunta a las circunstancias que previenen la estabilidad de la democracia, las que son de índole interna o aquellas que provienen del exterior. La guerra se ha impuesto de modo constante como una de ellas. No hay experiencias ni caminos únicos, por supuesto, y la globalización podría verse como un entorno en el que las disparidades al respecto crecen y no convergen.
Finalmente, se plantea una paradoja crucial. En el marco de las políticas llamadas neoliberales se propone la necesidad, basada en cuestiones técnicas y en un profundo modo ideológico, de disminuir el tamaño y el poder del Estado, pero al mismo tiempo no se quiere perder la capacidad de gobernar bajo los parámetros de dominación existentes.