Opinión
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Desde el panóptico digital
U

na empresa japonesa lanzó en días recientes una nueva versión de lentes digitales, SmartGlass. Cuentan con las mismas funciones que los Google Glass: un iPad y un smartphone combinados en un solo dispositivo. Pero hay una novedad: una microcámara esférica podrá registrar, de manera simultánea, el rostro del usuario –como en Skype– y su campo visual. Una suerte de tercer ojo que observa lo que vemos en el momento en que se mira. Si la conectividad de las redes ya alcanzó (o mejor dicho: colonizó) los espacios de la voz y la imagen, ahora sigue el de la mirada.

La tecnología del tercer ojo tiene su historia. En la segunda campaña en Irak en 2003, las tropas de infantería estadunidenses llevaban en sus cascos una cámara infrarroja –para acciones nocturnas– que enviaba una señal a un satélite. El satélite regresaba la imagen con un campo de visión extendido. En ella aparecían las posiciones del enemigo que escapaban a la visión de los soldados. La novedad es que, en su versión SmartGlass, el tercer ojo ya está disponible para cualquier persona.

En la red, cada clic crea un registro. Cada acción queda almacenada. Por todos lados dejamos señas y señales de nuestra existencia. Un policía del siglo XX jamás habría soñado con la centésima parte de información de una sola página de Facebook. En la esfera digital, un ciudadano equivale a un archivo: un historial confeccionado durante años. Con fotos íntimas y noticias aún más íntimas. Ahí se registran sus gustos y preferencias, sus éxitos y fracasos y, sobre todo, su forma de pensar. Un archivo que contiene una auténtica caja de Pandora, el núcleo de un nuevo poder: la sociedad de control. En el mismo espacio de libertades que Internet hizo posible, con sus capacidades para evadir la censura y sus flujos de comunicación viral, ha surgido un sistema de desmovilización digital.

En principio, toda forma de poder supone tres operaciones básicas: vigilar, controlar e intimidar. En los años 70, Foucault sorprendió a todos cuando empleó la metáfora arquitectónica de la cárcel ideada por Bentham para explicar el funcionamiento de los sistemas de vigilancia en el siglo XIX. Bentham imaginó un presidio en el que el vigilante, situado en una torre, observaba a los presos sin que éstos pudieran observarlo. (El diseño de la cárcel de Lecumberri se inspiró en este modelo). Los presos nunca sabrían cuándo eran vigilados. Es un sistema en el que pocos observan a muchos, y que permite un control sistémico. Su eficacia dependería, según Bentham, de recluir a los presos en celdas aisladas para impedir cualquier comunicación entre ellos.

En el panóptico digital, que imagina Byung-Shei Huan ( La sociedad de la transparencia, Herder, 2013), las cosas transcurren de otra manera. En Internet todos se comunican entre sí de manera incesante. La gente sube su historial en forma voluntaria. Y el proceso de vigilancia es absolutamente secreto (no hay torre ni vigía a la vista). Los que realizan la operación de observar son buscadores automáticos. La perversión de este sistema reside en que el Estado no contempla ninguna ley que regule y fije los límites de su accionar. (En Estados Unidos, el mismo Obama echó por tierra la exigencia de legislar sobre la vigilancia por Internet). Es un retorno a las formas del poder total.

Habría aquí que celebrar el premio que la fundación Right Levlihood otorgó a Edward Snowden. Fue el primero en develar las entrañas de este nuevo panóptico.

Pero el control requiere algo más que la operación de vigilar. En México, en los años recientes, la esfera digital se ha convertido en un territorio donde el Estado ejerce prácticas de coerción directa: la amenaza, la intimidación, la fabricación de tuiters y la clonación de páginas forman parte de un catálogo de prácticas cotidianas para desmovilizar a la crítica y cancelar las libertades elementales de expresión. Los bots contra el movimiento estudiantil, las amenazas contra los seguidores de López Obrador en 2012, las campañas de falsificación contra Carmen Aristegui y la clonación de páginas en Quintana Roo no son meros síntomas de un nuevo sistema de control.

Para el Estado, el dilema reside en que la información abarca tales dimensiones y el sistema de vigilancia es tan escrupuloso que puede derivar en un vértigo de paranoia. Algo semejante a lo que sucedió con la Iglesia en el siglo XVI, cuando veía al demonio en cada esquina. En Puebla, en 2013, el gobierno local arrestó a tres jóvenes por crear una página de Facebook con el nombre Revolución 2013 Puebla. Fueron golpeados y torturados. No eran militantes de ninguna organización civil. Sólo estudiantes.

No existe en la legislación actual, más allá de alusiones en otras leyes, ninguna ley específica contra delitos digitales (sobre todo los que cometen los funcionarios). Tal vez sea hora de exigirla.