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Mar de Historias

Lluvia de septiembre

L

as muchachas y yo llevamos años de conocernos. Con todo y eso hay cosas en las que no logramos ponernos de acuerdo, en particular cuando hablamos de Coral. Ni siquiera coincidimos en cuanto a su edad. Unas creen que debe haber andado por los cincuenta cuando falleció, pero yo le calculo un poquito más. La forma en que mis compañeras hablan del asunto me choca, entre otras razones, porque ninguna se atreve a decir Coral se murió. Prefieren: se nos adelantó en el camino, se nos fue, ya no es de este mundo, dejó de sufrir.

Conociendo a Coral me pregunto qué hará en el otro mundo si de verdad ya no padece luego de que se pasó la vida entera –o al menos la porción de ella que conocí– mortificada por todo: las guerras, el desempleo, la inseguridad, el maltrato a los niños, las mujeres desaparecidas, los suicidios en aumento. Tal vez lo hacía para no pensar en sus problemas, que deben haber sido bastantitos.

Se le extraña, me cae que sí. A nosotras, mientras esperábamos clientes en la Plaza de Loreto, nos hacía reír con sus puntadas. No estoy diciendo que hiciera chistes al estilo de la Márgara, no. Me refiero a las cosas que le sucedían y nos las contaba de una manera muy natural, muy inocentona. Por ejemplo aquello del papel sanitario que un mono le robó o el capítulo de la dentadura postiza que el dichoso Tigre perdió en el hotel.

Todavía lloro de risa imaginándome a Coral, grandota como era, arrastrándose por todo el cuarto para buscar la dentadura de su cliente mientras que él, en calzoncillos y con calcetines, lloraba diciendo: “Mi señora sabe que nada más cuando entro en acción me quito la prótesis por temor a ahogarme. Si me le presento sin dientes adivinará que estuve con otra mujer y entonces sí no me la voy a acabar.”

Gracias a Dios Coral encontró la placa en una de sus pantuflas. Aunque ya estamos grandes, a ninguna de nosotras se nos ocurre salir a trabajar en chancletas. A ella sí –lo hacía por los juanetes– pero me consta que cargaba sus sandalias en una bolsa de plástico por si al cliente se le antojaba que se las pusiera a la hora de la verdad. Hay hombres muy idiáticos a los que les gusta eso.

¿No me cree? Yo tuve un cliente que venía expresamente desde Omitán para quedarse conmigo los primeros viernes de cada mes. Se animaba sólo con verme puestas las sandalias que habían sido de su mujer. Me quedaban muy mal porque la difunta, que en paz descanse, había sido de pie grande, y yo calzo del dos y medio. Conseguir zapatos de mi número es bien difícil, por eso tengo que ir con Elías Raso para que me haga mi calzado.

Coral siempre me chuleaba mis zapatos y yo a ella los broches que se ponía en la cabeza para agarrarse el pelo. Tenía mucho, bien crespo, tirándole a cobrizo. Lo conservó hasta el fin, o sea hasta el día en que se nos adelantó en el camino.

II

¿Era jueves o viernes cuando la enterramos? Ya ni me acuerdo porque los días se van como agua. Lo que sí tengo claro es que entre todas hicimos una colecta para sus misas. Fueron nueve a las siete de la noche. Lo bueno es que la iglesia está cerquita de la plaza en donde nos sentamos a esperar: unas desde el mediodía y se van temprano. A mí me cae mejor presentarme después de las seis de la tarde, aunque luego tenga que irme nochecito, corriendo peligro y a veces sin haber sacado ni cincuenta pesos, que es mi tarifa más baja.

Este asunto es como todos los negocios: tiene sus temporadas buenas y otras malas. Nosotras sabemos que durante las fiestas patrias –quizá porque en septiembre llueve mucho– los clientes escasean; sin embargo, nos presentamos a la chamba y de acuerdo con la fecha nos ponemos rebozos, moños, adornitos tricolores para animar el ambiente. Pero ha habido ocasiones en que ni por esas salimos adelante.

Me acuerdo de un mes de septiembre en que llovió tanto como ahora y hacía bastante frío. Estábamos bien tristes, apagadas y sin que nadie nos pelara, así que decidimos irnos temprano a nuestras periqueras. Nos despedimos. La única que se quedó en la banca fue Coral. Se me hizo feo dejarla sola y la invité a comernos un pozole en la fonda de Genovevo. De seguro estaría abierta porque ese hombre no baja la cortina ni el primero del año.

III

Coral y yo éramos las únicas clientas. Ordenamos rápido. En eso que entra a la fonda una pareja con un chamaquito bien simpático vestido de Cura Hidalgo. Se sentaron cerca de nosotras y pudimos oír que sus papás se burlaban de él porque no había aceptado quitarse el disfraz que le pusieron para el festival de su escuela.

Nos reímos, pero noté que el gesto de Coral no era precisamente de alegría. Aunque sé que no le gusta hablar de sus asuntos personales le pregunté en qué pensaba.

–En un l3 de septiembre. Yo estaba en quinto año cuando me vistieron como a ese niño. Y es que el compañero –Efraín Pons se llamaba– que iba a presentarse en el festival de la escuela como Padre Hidalgo se enfermó y no pudo asistir. Urgía encontrar a alguien que ocupara su sitio. Me eligieron porque como era la más altota del grupo a nadie más le quedaría el disfraz de Hidalgo. No fue fácil ponérmelo: el greñero que tengo se me salía de la peluca y sólo con un montón de pasadores lograron escondérmelo muy bien. De todas formas la maestra Sarita me indicó que al ondear la bandera procurara no mover la cabeza.

Me gustó ver a Coral tan contenta, riéndose y hablando de sus cosas como nunca lo había hecho. Eso y el pozolito caliente me alegraron, pero más seguir oyendo a Coral:

–No creas que mi cabello fue el único problema. Tuve otro y para ese no hubo arreglo. Siempre fui una niña muy desarrollada. A los once ya tenía senos –y bastante grandecitos. La maestra Sara, quien me ayudó a vestirme, no logró aplanarme y tuve que aparecer en el escenario como un cura pechugón... Algunas personas entre el público se rieron y me puse muy nerviosa. Temblaba.

Coral se mordió los labios. Creí que iba a llorar. En vez de hacerlo me sonrió:

–No sé cómo le habré hecho, amiga, pero me controlé y seguí muy tiesa, como de palo, a fin de que no se me desprendiera la peluca. Al final del número mis maestros me felicitaron y mis compañeritos como que me vieron de otra forma. Todo cambió gracias a mi Padre Hidalgo: mis bajas calificaciones no impidieron, como otros años, que participara en el festival; mi estatura, que siempre había sido motivo de burlas y de que me llamaran caballona, se convirtió en una ventaja porque gracias a eso pude hacer el personaje más importante aquel l3 de septiembre.

Le pregunté a Coral si guardaba fotos de su actuación. Me dijo que sólo una y prometió mostrármela alguna noche. Nunca lo hizo ni lo hará. El tiempo no le alcanzó. Los días, como usted bien sabe, se nos van como agua.