on la presentación del proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2015 y de la propuesta de Ley de Ingresos y los Criterios Generales de Política Económica, se inicia el ciclo anual de las discusiones económicas constitucionales. Sus resultados definirán en buena medida la marcha de la economía mexicana el año que entra, a pesar del tamaño que ha adquirido en las últimas décadas la inversión privada. Nada más y nada menos.
La propuesta es conservadora, no obstante la magnitud del gasto anunciado que rebasa los 4 billones de pesos, lo que, en español, quiere decir 4 millones de millones de pesos contantes y sonantes. Es mucho, sin duda, pero en sus implicaciones fundamentales sobre el consumo, la inversión y la demanda agregados no anuncia mayores cambios.
Más bien, el presupuesto convoca a esperar mejores tiempos para que el crecimiento económico efectivamente despegue y pueda asegurar sostenibilidad en el tiempo y capacidad redistributiva en la sociedad y el territorio. Por lo pronto, en 2015 los mexicanos veremos más de lo mismo, tanto en la actividad productiva como en el empleo y la provisión de bienes públicos esenciales.
La penuria y una austeridad inequitativa que el Estado ha convertido en (mala) costumbre serán las que marquen la pauta del comportamiento del Estado y de las relaciones sociales. Cómo se consigue cohesión social y nacional, junto con legitimidad política, en estas condiciones se mantiene como la pregunta nunca resuelta de la magia mexicana, donde radica el auténtico milagro que nos legara la morenita. No hay alternativa inmediata a un cuadro como el descrito pero, para seguir con las metáforas de Jordi Borja que nos relató Adolfo Sánchez Rebolledo el jueves pasado en estas páginas, tampoco parece estar a la vista una alternancia en la conducción del Estado. No, al menos, una capaz de ofrecernos una política comprometida con la construcción e invención de una visión y un programa realmente distintos a los que hoy imperan.
Este achatamiento de la mirada que, por igual, se ha apoderado de los grupos gobernantes y de núcleos amplios, en algunos casos poderosos e influyentes, de la sociedad, es el principal daño que la estrategia adoptada al fin del siglo pasado le ha infligido a la República. En este presente continuo y bochornosamente apacible se tejen y destejen ilusiones y ambiciones privadas, individuales o corporativas, que atraviesan el cuerpo político y las ciudadelas de la concentración del poder y la riqueza, pero no se gestan enfoques y proyectos de inclusión colectiva que pudieran forjarse al calor de una auténtica deliberación republicana.
A esta deliberación han renunciado los partidos y los gobernantes y bajo tal renuncia se protegen los que tendrían que ser los primeros objetos de un escrutinio a fondo, de tener lugar un cambio en los signos y el verbo –y ¡el credo!– de la política democrática. La redistribución del ingreso y la riqueza es indispensable, pero no se logrará sin un ajuste de cuentas con las responsabilidades del Estado respecto a los usos y abusos de la riqueza a que se han dado en estos largos y duros años los habitantes de una cúpula oligárquica presa actual del desenfreno, como lo muestran los casos de Mexicana de Aviación y Germán Larrea. Lo grave no es sólo la avidez sin límite que nos relatan Lizette Clavel o Napoleón Gómez Urrutia en este periódico, sino la incuria inaudita de los burócratas que los acompañaron y prohijaron.
Vaciamiento y confusión; cortedad de miras y achicamiento de la palabra y del discurso público, todos van de la mano con el encogimiento de los sentimientos nacionales enumerados por Morelos rumbo a la desgracia y cuyos supuestos herederos ni siquiera se atreven a recitar. No hay tal cosa en el corazón de una democracia que olvidó sus orígenes y renegó de los veredictos de una historia que se resumía en los lemas de democracia y justicia social, urdidos en el PRI como sucedáneos modernizadores
del más directo de por una democracia al servicio de los trabajadores
, enarbolado por Cárdenas y los suyos en el Partido de la Revolución Mexicana.
¿Se puede, en estas circunstancias, abordar la gran cuestión que, por el lado oscuro, nos ha vuelto contemporáneos de todos los hombres, como quería el poeta Octavio Paz? La desigualdad, dijo el presidente Barack Obama, es la cuestión decisiva de nuestro tiempo. Y es la nuestra, lo reconozcamos o no.
Soledad Loaeza habla en La Jornada del jueves de un cambio profundo en la Presidencia mexicana y es, en efecto, probable que tal cosa esté ocurriendo, para bien y para mal. Lo que es seguro, en sus propios términos, es que el gobierno pone poco o nada de su parte para que nos entendamos.