l ejido ha sufrido múltiples transformaciones a lo largo de la historia de México. No ha habido un solo tipo de ejido o de comunidad indígena. Es seguramente una de las instituciones mas versátiles y más adaptable a cambios internos y externos.
Sólo para tomar el siglo XX como referencia durante los primeros 30 años desde la promulgación de la Constitución de 1917 se expresaron dos visiones sobre el papel que se le asignaba al ejido y su inserción en el desarrollo. La escuela callista, que concebía al ejido como un complemento del jornal
(Luis Cabrera dixit) y como una institución transitoria hasta que el campesino adquiriera el sentido de propiedad privada
teniendo como modelo el ranchero emprendedor del noroeste de México. Por otro lado la escuela cardenista consideró al ejido como una institución permanente, clave para garantizar estabilidad política en el campo y la oferta suficiente de alimentos para el país.
Desde los 40 hasta finales de los 60 el sistema ejidal afronta una doble tensión. En el ámbito político entre el ejido como aparato de control estatal y el ejido como órgano de representación campesina. En el ámbito económico como reserva de mano de obra barata y de producción de alimentos para autoconsumo; o bien como aparato de producción de alimentos y unidad de multiactividad productiva.
Estas tensiones estructurales se vieron severamente afectada por dos fenómenos de la mayor importancia a partir de los años 70.
Por un lado la creciente intervención estatal terminó por transferir vía precios, subsidios y concesiones productivas un monto gigantesco de recursos públicos hacia los grandes productores y los complejos agroalimentarios.
Por el otro, las movilizaciones campesinas y toma de tierras en los 70 en todos los estados de la república, quebró la base de sustento del corporativismo agrario y permitió recuperar al ejido como órgano de representación campesina. Estas son transformaciones que ocurren a lo largo de un periodo.
Pero también en una misma coyuntura se dan expresiones diferenciadas derivadas de diferencias ecológicas, historias locales, y distintas maneras de inserción de las economías campesinas en el desarrollo nacional.
Para ilustrar vale la pena reflexionar sobre los variados orígenes de las movilizaciones campesinas de los 70. Un impulso de estas movilizaciones proviene de los propios hijos de ejidatarios y avecindados en los ejidos más antiguos y como resultado de cambios generacionales.
Otro impulso se origina en los trabajadores agrícolas muchas veces ellos mismos ejidatarios de zonas marginadas que terminaron aposentándose en las zonas de la agricultura más avanzada en los distritos de riego.
Un tercer impulso se genera desde las comunidades indígenas que buscan recuperar sus tierras despojadas por grupos poderosos de ganaderos.
El impacto de estas movilizaciones sobre el sistema ejidal es tan profundo y decisivo como la fue un cierto tipo intervencionismo estatal autoritario que abonó enormemente a la polarización social y al deteriroro productivo.
He analizado en otros artículos algunas consecuencias de la reforma constitucional de los 90. En síntesis más ejidos, más ejidatarios, más tierra ejidal en medio de la ausencia de una política hacia los pequeños productores desde mediados de los 90 hasta la fecha, que llevó a un deterioro progresivo de sus condiciones de vida y productivas.
En vez de que continue este deterioro y la inestabilidad política que conlleva, se requiere un acuerdo nacional con actores rurales, pero sobre todo urbanos, orientado a la pequeña producción rural y sustentado en el ejido y las comunidades indígenas a partir de un sistema nacional de protección social.
Su efecto en la reducción de la pobreza sería drámatico, pero no menos importante sería su impacto en la reactivación económica del campo mexicano.
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