arís, como México, han sido ciudades elegidas como refugio de exilados de otros países. Lo sabemos mejor gracias al último libro coordinado por Philippe Ollé-Laprune, intitulado México y parís, capitales del exilio, editado por el Fondo de Cultura Económica (tan discutido recientemente) y la Casa Refugio Citlaltépetl.
¿Qué decir del escritor egipcio Albert Cossery, muerto ya nonagenario hace algunos años y habitante perpetuo del hotel La Louisiane, rue de Seine, a unas cuadras de Saint Germain des Prés, que aún existe, infinitamente más caro hoy que en su época. Exilado sin aceptarlo, escribía en francés y sus personajes novelescos eran egipcios; a pesar de ser un dandy, se negaba a acumular objetos, quizá sólo algunos trajes y corbatas y camisas muy bien cortados. Cossery decía que a Egipto lo tenía en su mente, mientras tomaba café en los cafecitos del barrio latino y perseguía muchachas.
¿Y de Walter Benjamin, quién inmortalizó a París como la capital del siglo XIX sin que los franceses se diesen cuenta de ello en el momento mismo en que él así la bautizaba? ¿Benjamin, poco reconocido mientras vivió y ahora uno de los pensadores y poetas más fundamentales de nuestro tiempo y de su tiempo parisino? Benjamin, ¿quien hizo de la Biblioteca Nacional de París y de sus pasajes su domicilio de exilado? Benjamin ¿quién tradujo a Proust y lo entendió mejor que sus propios contemporáneos? ¿Benjamin, el flâneur por excelencia, heredero de El hombre de la multitud descubierto por Edgar Allan Poe e idealizado por Baudelaire a quien el escritor alemán tradujo de manera perfecta? Benjamin ¿para quién deambular por París, conocer la disposición de sus calles, sus medios de transporte, sus cafés y sus periódicos, era un arte cotidiano? Benjamin ¿quién confiesa que desde su llegada la ciudad me venía como un guante, por lo que a la mañana siguiente de llegar, pude sentarme a hacer mi traducción de Proust?
El gran Walter Benjamin, uno de mis autores preferidos.
Para muchos exilados en los cafés parisinos se podía escribir, permanecer horas enteras, meditando frente a una taza de café sin ser importunados. Allí podían refugiarse en el invierno, por ejemplo en el Deux Magots, donde casi residían Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Y no los frecuentaban también escritores alemanes como Klaus Mann, Bertold Brech, Arthur Koestler, o el Alfred Döblin del Berlin Alexander Platz? Heinrich Mann, Lion Feuchtwanger y otros más se reunían en el Lutétia, café histórico en la Segunda Guerra Mundial, durante esos años en que París fue la capital de los exilados, antes de que Petain y la invasión nazi los expulsara para siempre.
Varios escritores y artistas provenían de los países africanos de lengua francesa. Del Senegal, el escritor Daouda Nidyae se queja de que en su soledad advirtió que “un escritor africano francófono que publica en su idioma, el wolof, está loco. El poeta congolés Tchicaya o’ Tamsi asegura: No fui dado a luz en París. Sin embargo, en esta ciudad el poeta se parió a sí mismo, para que viviera plenamente en el gran Congo sin haber dejado de sujetar sus amarras a orillas del Sena
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Otros han llegado del norte de África. Los argelinos que preparaban la independencia de Argel; o la de Irak: el artista y calígrafo iraquí Hassan Massoudy, heredero de la escritura sagrada árabe, retrabajada en París, donde vive hace más de 40 años para producir un arte universal. Algunos barrios franceses, ahora gentrificados como el Marais o arabizados como Belleville, alojaron a los judíos emigrantes de la Europa Central por los pogroms. Un ejemplo curioso es el de la Biblioteca yiddish Medem en el Marais, calle del Templo, fundada por los judíos del Bund, organización no sionista que desarrolló la cultura judía en sus lugares de origen –Rusia, Ucrania, Lituania, Besarabia, Letonia, Estonia, etcétera–, y quienes se instalaron en París al ser expulsados de sus lugares de origen por las persecuciones de principios del siglo XX.
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