iguel Hidalgo era un hombre querido por casi todos los que lo conocían. Desde sus épocas de colegial en Valladolid y mucho más como prefecto, maestro y rector del Seminario, tejió lazos y cultivó amistades con los estudiantes. Ellos procedían de los cuatro puntos cardinales del obispado de Michoacán. Así, una red de conocidos cercanos le permitía tener el pulso de las buenas y las malas nuevas en un enorme territorio de la Nueva España.
Las luces de su carácter se encendían aún más en su terruño. Ya lo hemos dicho: en el Bajío, dependiendo de la edad de los viandantes con los que se cruzaba en las largas jornadas que empleaba en su labor pastoral y en sus más terrenales quehaceres, algunos le llamaban Miguelito, otros se referían a él como don Miguel y los más lo hacían con el tratamiento de señor cura. En todos ellos el carisma de su personalidad entrona y comprometida infundía respeto y, en muchísimos, hasta cariño.
Este es el hombre que se integra al grupo que se reunía en Querétaro a discutir las posibilidades de un levantamiento para liberar a la Nueva España. Desde las primeras sesiones en las que participa el maduro y casi sesentón cura de Dolores el ritmo de la organización se acelera. A sus hombres de confianza en obrajes y tierra de Corralejo les encarga la hechura de las primeras armas: las picas del trabajo ganadero se tornaron en lanzas, los machetes se afilaron y algunos dicen que hasta construyó un rudimentario cañón al que apodaron El Niño.
El plan fraguado en casa de los corregidores de Querétaro prevenía el inicio de la lucha para la fiesta de San Juan de los Lagos el 8 de diciembre de 1810, día de la celebración de la Inmaculada Concepción. Pero como todo en la vida, el secreto es muy difícil de guardar. Los chismosos también existían en esa época y la delación se presentó, como siempre, cuando menos se esperaba.
Pero el ingenio de doña Josefa Ortiz, la esposa del Corregidor de Querétaro don Miguel Domínguez, permitió que pudiera mandar un mensaje al oficial del Regimiento de los Dragones de la Reina Ignacio Allende a la villa de San Miguel el Grande. La noche del 15 al 16 de septiembre el miedo no anduvo en burro cuando al curato de Dolores llegó Allende con el caballo bañado en sudor. Como a las dos de la mañana también Juan Aldama, otro oficial del mismo Regimiento, tocó a la puerta pálido y desencajado. Los dos planeaban huir y esconderse por un tiempo mientras las aguas se calmaban. Pero Miguel Hidalgo les ofreció un chocolate para que se calentaran y como todo hombre de acción y comprometido con ella, comenzó a organizar el levantamiento ante los ojos azorados de sus contertulios. ¿Qué les habrá dicho en realidad? ”Al mal paso darle prisa”, a lo que te truje Chencha
o como dicen que dijo: Caballeros, somos perdidos, aquí no nos queda de otra que ir a coger gachupines.
Lo que es seguro es que en el arrebato prefirió doblar la apuesta y lanzarse a la lucha. Para empezar le pidió a diez de los hombres de su casa que lo acompañaran a la cárcel del pueblo, de donde sacó como a 70 presos, despertó a los soldados del destacamento y todos juntos se dirigieron al templo. Allí Hidalgo pidió que repicaran las campanas para llamar a misa. Cuando la gente se reunió les pidió que fueran a juntar todas las armas. Campesinos, empleados domésticos, artesanos, mestizos, indígenas y criollos se entusiasmaron. Hidalgo los arengó pidiéndoles defender la figura de Fernando VII contra los franceses. Todos respondieron gritando: ¡Viva nuestro rey Fernando VII!
y, espontáneamente, gritaban también: ¡Viva nuestra Señora, la Virgen de Guadalupe!
Armado de su carácter decidido y astuto Miguel Hidalgo encabezó el tumulto y ordenó la marcha sobre San Miguel. Como 300 hombres lo siguieron y al pasar por el santuario de Jesús Nazareno de Atotonilco tomó de la sacristía una imagen de la Virgen de Guadalupe, pidió que la colgaran de una lanza y la mostró a la muchedumbre que la vitoreó. Allí nació la primera bandera de México.
Al llegar a San Miguel el Grande el gentío ya era como de 4 mil personas del pueblo llano, enfebrecidas, armadas con machetes, lanzas, picas, o con cualquier utensilio de labranza, sintieron lo que es estar exaltados por una pasión compartida. Estaban dispuestos a todo y tomaron la sede del ayuntamiento.
Desde el balcón de ese edificio Miguel Hidalgo recordó a todos los presentes el juramento de obediencia y de respeto al pobre rey Fernando VII, renovó el compromiso de cumplir sus leyes, cuidar de sus intereses y perseguir a todos los que se opusieran a él. Y finalmente, para honrar el pensamiento libertario de los criollos de la tierra de la Nueva España declaró a San Miguel el Grande como el Primer Ayuntamiento Libre de América.
La vieja idea que afirmaba que ante la ausencia del rey legalmente establecido, el poder debe regresar al pueblo, se hizo realidad en esa mañana del 16 de septiembre de 1810 en San Miguel el Grande, Guanajuato.
Miguel Hidalgo concluyó su arenga gritando a la multitud: ¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva y reine por siempre en este continente americano nuestra sagrada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno!
Así nació la lucha que nos llevaría por los caminos de la independencia de México.
twitter: @cesar_moheno