a globalización neoliberal de comienzos de los años 90 del siglo pasado, con eje en las privatizaciones, la formación de grandes bloques económicos regionales y la desregulación de los mercados, benefició a organizaciones criminales que encontraron nuevas oportunidades de expansión e ingresos. En el caso de México, su inserción subordinada y asimétrica en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) significó la supresión de barreras económicas y políticas y la apertura de mercados, lo que favoreció a grupos delincuenciales, que pudieron invertir de forma masiva en la economía legal y multiplicar sociedades y empresas de fachada, con el fin de encubrir el contrabando y el tráfico de distintos productos (incluido el tráfico de estupefacientes, armas, personas), el lavado o blanqueo de dinero negro, los fraudes financieros y las falsificaciones.
Los nuevos mecanismos políticos y económicos surgidos a partir de la entrada en vigor del TLCAN (1994), con la consiguiente apertura de nuevos espacios geográficos o territorios, mercados y empresas, trajeron consigo cierta laxitud de las obligaciones del Estado, y favoreció la actividad e inserción en la economía capitalista legal de actores criminales agresivos, violentos, depredadores y amorales, pero innovadores, racionales, con apetitos oportunistas, mayor movilidad y pocos escrúpulos.
Así, y más allá de representaciones reduccionistas y/o simplificaciones economicistas de un problema muy rico y complejo, surgieron (o se modernizaron) empresas violentas de bienes ilegales y legales, que, en virtud de su fuerte disponibilidad financiera para invertir sin coste alguno (acumulación primitiva del capital
producto de actividades criminales); disuasión por intimidación, violencia o eliminación (asesinato) de la competencia; salarios bajos y personal
flexible (sicariato, gatilleros, bandas), y clientes privados y públicos cautivos por interés o temor, impusieron nuevas reglas de juego y se apoderaron paulatinamente de los mercados legales.
La inversión masiva de enormes sumas de recursos financieros y patrimoniales provenientes de la economía criminal (dinero sucio) en los mercados legales incrementó la creación de empresas delincuenciales con cobertura legal (de fachada), así como la gestión de actividades, legales e ilegales, que según los criterios de cada organización, adoptaron métodos empresariales clásicos con tendencias monopólicas y dirigidas a la maximización del beneficio; lo que derivó, de facto, en una legalización de los beneficios criminales.
Esa presencia de grupos criminales organizados en las esferas legales e ilegales contribuyó a diluir las fronteras entre esos dos universos económicos, y desde hace más de un cuarto de siglo se generó en México una suerte de vasos comunicantes, mediante los cuales la empresa criminal
exportó a la empresa legal sus beneficios criminales e importó la racionalidad de la gestión capitalista salvaje propia del neoliberalismo. No está de más recordar que el capitalista legal y el delincuencial comparten la búsqueda del beneficio, el sentido de la competencia e intereses comunes. Es decir, ambos tipos de empresarios se entienden.
Pero además, debido a la necesidad de colocar o lavar cuantiosas cantidades de capital negro, el empresario criminal tuvo que entrar en contacto con otros actores clásicos de la economía de mercado lícita: banqueros, financieros, juristas, fiscales, publicistas, etcétera, que operan como socios silenciosos (intermediarios, puentes, tapaderas), pero activos, de los grupos delincuenciales privados.
Por otra parte, la propiedad mafiosa o delincuencial de empresas legales transformó al grupo criminal en empleador, función muy valorada en muchas regiones empobrecidas del campo mexicano. Además, la adquisición, apropiación fraudulenta o creación de empresas legales generó una modalidad suplementaria de control político-social del territorio. Como afirma Jean-François Gayraud, no hay mafia que perdure sin la complicidad de la política
. Esa es una lección fundamental del México del último cuarto de siglo: las posibilidades de supervivencia de un grupo criminal o mafioso dependen del control o anclaje que pueda ejercer sobre todo o parte del aparato político.
Los distintos grupos de la economía criminal buscan neutralizar la represión estatal (militar, policial, judicial) y captar los recursos económicos manejados por los poderes municipal, estatal y federal (empleos, subvenciones, contratos de obras públicas). Esa suerte de privatización del poder ha hecho que las relaciones entre el Estado, la clase política y los grupos criminales organizados oscilen desde la cohabitación a una simbiosis entre actores de ámbitos diferentes que obtienen beneficios mutuos.
Según el comisario Gayraud, la presencia de una mafia en un territorio es un índice innegable de corrupción del poder político
; corrupción entendida en el doble sentido original (degeneración) y moderno (prevaricación). Entre ambas esferas (la criminal y la pública) se establecen relaciones utilitarias y coyunturales de respeto, tolerancia y aceptación mutua; un pacto tácito de no agresión. Esto implica un discreto modus vivendi de dos poderes que coinciden sobre un territorio y establecen un acuerdo de guerra fría-paz cálida
y, en algunas ocasiones, de confrontación. Por regla general, si el Estado ataca, el grupo criminal responde; si el Estado no actúa, la mafia permanece tranquila. A las fases de represión (verbigracia, el sexenio de Felipe Calderón) les suceden periodos de paz, según ciclos previsibles y convenidos o pactados, como el que parece comenzar a transitar el México de Enrique Peña Nieto, con epicentro en Michoacán.