n septiembre de 1979, con la participación de estudiantes y colegas antropólogos, amigos y militantes de la entonces Corriente Socialista y el Partido Revolucionario de los Trabajadores, se fundó el Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo Salvadoreño, que en el curso de unos años sería uno de los principales apoyos internacionales de lo que fue más tarde el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Después de la victoria sandinista el 19 de julio de 1979, se consideró sumamente probable el triunfo revolucionario en El Salvador. Se partía de un análisis optimista de la experiencia nicaragüense, sin profundizar en un hecho básico: Estados Unidos no permitiría la llegada al poder de organizaciones marxistas, mucho más a la izquierda que el propio FSLN. Por ello, el gobierno estadunidense incrementó su presencia en el área centroamericana, ocupando Honduras como base de sus operaciones militares contra el territorio de Nicaragua y apoyando a los gobiernos militares de El Salvador y Guatemala en sus guerras de contrainsurgencia.
No obstante, el FMLN desarrolló una estrategia militar, política y diplomática sumamente exitosa que permitió construir una poderosa fuerza guerrillera que controlaba territorio, población y obtenía importantes victorias en el campo de batalla, pese al millón de dólares diarios que el Pentágono invertía en apoyar la guerra contra el pueblo salvadoreño. En este esfuerzo insurreccional fue muy importante el papel de la solidaridad internacional.
En México llegamos a contar con más de 45 comités en todo el país, haciendo una intensa labor de propaganda, defensa de los refugiados, denuncias ante organismos de derechos humanos nacionales e internacionales, recaudación de fondos, fundación del Frente Mundial de Solidaridad con El Salvador, creación de una base social para la importante Declaración Franco-Mexicana sobre el conflicto y de apoyo para el establecimiento, en la capital de la República, de la sede de la Comisión Política Diplomática del FMLN.
Los organismos de inteligencia salvadoreños nos merodeaban y en varias ocasiones fuimos víctimas de amenazas y provocaciones de variada naturaleza. También, en una ocasión, agentes de la Policía Federal de Seguridad fueron a buscarme a la ENAH, de la que era director, para invitarme
a una reunión con su jefe Zorrilla –quien purgó condena por el asesinato del periodista Manuel Buendía–. Éste, en una impresionante oficina con pantallas de televisión en las que se mostraban pasillos, entradas y zona de elevadores (del tenebroso edificio frente al Monumento de la Revolución), y en un amplio escritorio, numerosos teléfonos de colores diferentes, me exigió con veladas y abiertas amenazas que desactivara un mitin en Baja California contra la visita del presidente de Estados Unidos. Yo me negué, argumentando que la autonomía de los comités estatales de solidaridad impedía hacerlo. De pronto recibió una llamada, me hizo salir perentoriamente y cinco minutos más tarde me informó con prepotencia que ya no era necesaria mi intervención. El Estado Mayor Presidencial se había hecho cargo del asunto, presionando y amenazando a nuestros compañeros con ese fin.
Con mi representación, fuimos el único organismo de solidaridad presente en San Salvador en enero de 1980 con motivo de la creación de la Coordinadora Revolucionaria de Masas, preludio del FMLN. Combinábamos nuestros trabajos en la academia con las reuniones de la organización solidaria, de las que se desprendían todo tipo de iniciativas sobre marchas, plantones, foros nacionales e internacionales, subastas, bailes, espectáculos, solicitudes de ayuda económica a sindicatos, universidades y diferentes sectores de trabajadores; incluso llegamos a realizar investigaciones en forma para la elaboración de informes y documentos sobre distintos temas relacionados con la guerra en El Salvador, la situación de los refugiados, la intervención de Estados Unidos y la violación a los derechos humanos. Fueron años de una entrega total a una tarea cotidiana, sin descanso, que generosamente un grupo de mexicanos y mexicanas realizamos en favor de la lucha de nuestros hermanos, sin pedir nada a cambio.
También, a finales de febrero de 1980, viajé a Nicaragua para incorporarme a la ayuda internacionalista que la revolución sandinista requería de los latinoamericanos. Una de las más hermosas experiencias que puede vivir un revolucionario es presenciar los primeros pasos de un proceso de transformaciones sociales y políticas como el que tuvo lugar en esos meses posteriores a la toma del poder por los sandinistas.
En febrero, todavía, se escuchaban esporádicos tiroteos nocturnos. Todo estaba por hacerse. Privaba una agradable confusión y había que acostumbrarse a la idea de lo que significa una revolución en el poder. El Estado, el ejército, las organizaciones sociales, el partido, todo estaba en construcción.
Recuerdo a la fuerza armada del pueblo, sin grados visibles pero con la autoridad que otorga el valor personal y el mando ganado en acciones y conductas, sin la disciplina castrense, aunque con orden y organización, con uniformes de muy diversa naturaleza, civiles con armas de todos los calibres y tipos, edificios custodiados por los muchachos
, los guerrilleros. Niños combatientes, de 10, de 12 años, un poco más altos que sus rifles, de caras curtidas y serias.
Un ambiente de camaradería, de fraternidad sin fronteras ni jerarquías, con nulas comodidades y muchas esperanzas, planes, proyectos, sueños, ideales. Vivir un día era consumir con intensidad las experiencias de mucho tiempo. Se dormía poco, se trabajaba hasta el cansancio, se aprendía, se valoraba a la gente por lo que hacía y no por lo que hablaba. Nicaragua. Patria. Revolución, el privilegio de vivirla.
Solidaridad con el pueblo de Palestina frente al terrorismo del Estado sionista de Israel