l sistema establecido ha colocado sus piezas clave para lo que presume será la verdadera modernización del país. Confía en que, una vez funcionando, permitirán la continuidad del modelo vigente que tantos beneficios les ha acarreado. Las expectativas para mantener su vigencia giran sobre, al menos, dos ejes sustantivos. Uno, de corte meramente económico, diseñado para trabajar dentro del país y que, se supone, permitirá concretar, aunque sea una pequeña parte del diluvio de promesas y alardes que acompasaron las reformas. El otro eje, se confía, quedará implantado en los centros neurálgicos de poder global. Las innegables capacidades de presión de las empresas interesadas en invertir en energía sobre sus respectivos gobiernos, así como su consabida manipulación de los aparatos de convencimiento a escala mundial ( The Economist) introducirán ventajas envidiables para la prolongación del grupo controlador de las decisiones sustantivas en México.
El primero de dichos ejes enunciados se viene mostrando un tanto esquivo para entregar los esperados resultados que solicitan los bolsillos populares. Y, en la medida en que se acerca el año electoral, las prisas por concitar simpatías, a pesar del exiguo crecimiento, pueden inducir –y hasta multiplicar– factibles errores de cálculo, promocionales y de operatividad. La fábrica nacional no camina al ritmo que permitiría, al menos, mitigar el creciente descontento. La desconfianza en las habilidades ejecutivas de los promotores del cambio en proceso se acentúa el paso de los días. Las encuestas de opinión publicadas opacan y hasta cercenan el dispendio oficial que trata de movilizar la opinión mayoritaria tras de los afanes del oficialismo. Los mexicanos siguen aferrados al manejo público de sus recursos petroleros. Las pasadas experiencias privatizadoras son un muro contra la alharaca desatada para convencerlos de las bondades de las reformas estructurales en progreso.
El final de una época, el cambio de paradigmas, el término de la secular inacción y otras exclamaciones grandilocuentes tomaron por asalto el ambiente colectivo. Dictados emanados desde las más pomposas tribunas palaciegas esparcen sus infladas aristas. Se trata de unificar, con frases coleccionables y con golpes propagandísticos, los excelsos arrestos de un liderazgo deseoso de aumentar, hasta lo heroico, el tamaño de su aventura alegadamente transformadora. Similares y repetidos desplantes escénicos se pusieron, en los mismos lugares, parecidas narrativas y frente a calcados auditorios, durante la pasada administración panista (Calderón y sus puntos de inflexión).
Lo cierto es que la presente administración priísta no tiene, al menos no presenta otra opción que esta venta de garaje aprobada, una subasta de la herencia del abuelo. Hay urgencia de sacar a la calle y firmar los contratos privados para la poca platita que se tenía guardada. La historia reciente, ya bien documentada durante los 30 años pasados muestra una economía que no despega pero, con reciedumbre probada, sigue concentrando la riqueza de manera acelerada. El crecimiento (apenas 2.2 por ciento de promedio anual del PIB) es por demás insuficiente y las distintas palancas disponibles quedan fuera de las posibilidades de un liderazgo carente de la fuerza y la voluntad requerida para usarlas. La inversión es menos que insuficiente y en notable huida al exterior. El poder de compra de las masas es poquitero y se deteriora, sin contemplaciones que valgan, hasta los linderos de la miseria. La hacienda pública se rehúsa a cobrar, con justicia y sin temores, los impuestos requeridos. El ingreso disponible es capturado por una rala capa de ganones que, en su consumismo, se recarga en bienes y servicios de lujo.
El salario mínimo, tema que ya saltó a la agenda nacional, abre, de conocida cuenta, inmensa brecha entre los más atrincherados y reaccionarios adalides del sistema establecido y una minoría que solicita un lugar, aunque sea precario, en la marcha de una actualidad deformada en exceso. El salario no se incrementa por decreto
una frase célebre, digna del oro y las paredes del Congreso. Aunque bien se sabe que ese mismo salario mínimo decrece precisamente por continuos decretos del oficialismo incógnito, celosamente cobijado en una triste comisión ad hoc. Aumentar el ingreso de los trabajadores puede ser inflacionario, alegan por aquí y por allá, pesados voceros insuflados de responsabilidad. El interés fijado al crédito, el precio del oro, de los diamantes, de las distintas divisas, en cambio, se acomodan y se sostienen, según cuentan, en la sagrada y nunca demostrada ley de la oferta y la demanda. Lo cierto es que tales rangos son producto de conspicuos acuerdos entre banqueros, traficantes y hacendarios, susceptibles, como todos los precios, a manipulación, a decretos y arreglos entre plutócratas.
Volvamos al punto central: la reforma energética, para tratar de responder algunas preguntas anteriores planteadas por este texto semanal: ¿quiénes la diseñaron? La idea central se origina fuera, viene incluida en la visión neoliberal que ganó preponderancia allá por los finales de los años 70. Una época en que se hicieron del poder y la academia, ideas económicas de conservadores radicales. Fue entonces que se decidió terminar, por ineficiente, caro e insostenible, al estado benefactor. Las privatizaciones fueron un requisito básico para fincar la conducción del desarrollo en la iniciativa de los particulares a costa del rol protagónico del Estado: El gobierno es el problema
, proclamaron horondos. El complemento a tal proceso lo ha puesto un compacto y homogéneo grupo de funcionarios mexicanos, discípulos incondicionales, que han hecho propias tales visiones y programas. Las consecuencias de tan terribles cambios se ven ahora con claridad meridiana en la crisis actual de pobreza extendida y concentración excesiva de la riqueza en muy pocas manos. La reforma aprobada lleva aparejada en sus planteamientos un paquete de traficantes de influencia que han sido funcionarios de la industria energética. La mayoría de los que han pasado por estas empresas se trastocan, o aspiran, a petroleros o electricistas de envergadura. Es este conjunto de funcionarios, empresarios y aspirantes el que inclinó la balanza en favor de la privatización energética. Pero la inspiración y hasta la hechura del clausulado de las leyes reglamentarias fueron previamente probadas en despachos externos bajo la supervisión de financieros globales.