on una pasmosa falta de oficio diplomático y hasta de pudor, el gobierno de Barack Obama operó en Irak para echar del poder al hasta ahora primer ministro, Nuri Maliki, y remplazarlo por Haidar Abadi. Para mayor bochorno, el secretario de Estado John Kerry giró instrucciones al premier entrante, el cual, dijo, tiene que volver a ganarse la confianza de la población formando un gobierno que se preocupe por todos los grupos étnicos
, en alusión a la política excluyente hacia los sunitas puesta en práctica por el chiíta Maliki.
La intromisión coincide con el regreso de las fuerzas estadunidenses a los escenarios bélicos iraquíes, decidido con el pretexto de frenar el avance de los insurgentes del Estado Islámico (EI), la organización de fundamentalistas sunitas que se ha apoderado de un tercio del país por medio de las armas.
De esta manera, la posición de Washington en Irak parece haber involucionado hasta los tiempos en los que George W. Bush ponía a gobernantes títeres en Bagdad y el ejército de la superpotencia asolaba diversas regiones del martirizado país árabe.
El retorno a Irak efectuado por el gobierno de Obama es, por lo demás, una prueba contundente del fracaso de la política estadunidense en Medio Oriente y el golfo Pérsico durante los pasados tres lustros: tras destruir al régimen de Saddam Hussein con los argumentos de que éste disponía de armas de destrucción masiva y que apoyaba a la organización terrorista Al Qaeda (ambos, mendaces), la Casa Blanca provocó el fortalecimiento de las organizaciones armadas fundamentalistas en el país invadido; la destrucción del liderazgo sunita del clan Al Tikriti, encabezado por el dictador derrocado y ejecutado, y la marginación de los sunitas por las nuevas autoridades impuestas por Washington en Bagdad, abrió el margen para la proliferación, en ese grupo poblacional mayoritario, de grupos mucho más antiestadunidenses que el régimen del Baaz; por otro lado, el acceso al poder de chiítas facciosos y excluyentes, de los que Maliki es un claro exponente, fortaleció la influencia de Irán en territorio iraquí.
En otro sentido, las perspectivas de pacificación de Irak han terminado por desvanecerse tras el alzamiento del EI, que tiene sus raíces en los grupos armados opositores de la vecina Siria que fueron impulsados y armados por el propio gobierno de Washington. Ello no contribuye en nada a los precarísimos equilibrios regionales, amenazados, además, por la inmisericorde masacre que el gobierno de Tel Aviv, el más cercano aliado de Washington en la zona, ha venido perpetrando durante semanas entre la población de Gaza. Por incuestionable y aplastante que resulte el poderío militar israelí, el asesinato masivo de civiles por las fuerzas militares de Tel Aviv ha debilitado gravemente la posición política de Israel, el cual ha intensificado, con sus políticas criminales, su propio aislamiento internacional y el repudio de crecientes sectores de la comunidad internacional.
En suma, a casi 13 años de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, los motivos de rencor histórico contra Estados Unidos en Medio Oriente no sólo no se han disipado, sino que han sido multiplicados por la acción de la propia superpotencia. El panorama regional es hoy mucho más incierto y peligroso que en aquel entonces y las involuciones están a la orden del día. Prueba de ellas son el nuevo involucramiento militar de Washington en Irak y su incapacidad o su falta de voluntad para abandonar el papel de titiritero y mentor de las autoridades de ese país.