n entrevista con este diario, el director general del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), Alfredo Llorente Martínez, advirtió que los principales lastres para superar el rezago educativo que padece el país son las condiciones de pobreza y marginación que enfrentan millones de connacionales, y dijo que en la medida en que no se reviertan esos factores, el peso que invirtamos hoy (en tareas de educación) se perderá en dos años
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La afirmación pone en perspectiva la gravedad de un problema en el que convergen circunstancias de profunda desigualdad económica y social (la geografía del analfabetismo en el país se corresponde con la de la pobreza) y graves deficiencias estructurales por parte del Estado para garantizar el derecho constitucional a la educación. No es casual que el número total de personas que no saben leer ni escribir en México no haya disminuido en forma sustancial en las últimas tres décadas: de 6 millones en 1980, ha bajado a 5.2 millones para este año, según datos del propio INEA. El trasfondo de ese estancamiento evidente es la circunstancia de descuido e incluso de desdén oficial en el manejo de los recursos públicos destinados a programas en materia de educación, que se refleja en las condiciones ruinosas en que se encuentran la mayoría de las escuelas públicas y en la concesión de todo el ciclo de enseñanza básica y media a una cúpula sindical antidemocrática y corrupta.
Tales elementos resultan incompatibles con el supuesto celo de las recientes administraciones federales por elevar la calidad de la enseñanza. Debe recordarse que en años recientes ese pretendido fin ha acompañado los esfuerzos de los gobiernos federales por imponer, incluso a contrapelo del sentir mayoritario de docentes y padres de familia, un modelo de evaluación educativa que pasa por alto las diferencias socioeconómicas y culturales de los educandos de distintas regiones del país y que atenta contra las conquistas laborales de los maestros.
El más reciente episodio de esa cruzada es la aprobación de reformas constitucional y secundarias en materia educativa, que derivó en un linchamiento público del magisterio disidente y en una confrontación del Ejecutivo federal con legislaturas locales, al grado de que el primero interpuso controversias constitucionales contra soberanías estatales que no se alinearon con la cuestionada reforma del sector. El hecho de que se empeñen más esfuerzos oficiales en emprender pleitos legales para defender un modelo educativo desacreditado y criticado por su propia eficiencia, en vez de construir alternativas de políticas públicas en materia de enseñanza que respondan a la realidad socioeconómica del país, hace pensar que el compromiso del gobierno con la educación es una simulación.
Por lo demás, el fortalecimiento de las responsabilidades públicas en materia educativa es una medida de obvia necesidad y de carácter impostergable que debe comenzar con la reorientación de la política económica; con la redignificación de la enseñanza pública y su articulación efectiva con el desarrollo nacional, y con el combate frontal a la corrupción y en favor de la democratización sindical.
Sin medidas como las señaladas, no habrá programa que alcance para superar los rezagos educativos del país, y los recursos públicos destinados a la educación seguirán siendo arrojados a un barril sin fondo.