na nueva clase social está a punto de surgir en el campo mexicano. Es la clase de los latifundios energéticos. La nueva legislación no sólo permite el despojo de los predios y territorios de ejidatarios, comuneros y pequeños propietarios, sino que reconcentra una parte significativa de la tierra en pocas manos: las de las grandes compañías de hidrocarburos y eléctricas.
No habrá límite para las empresas energéticas en la extensión de tierra que adquieran u ocupen temporalmente
para extraer petróleo o gas o generar electricidad. Tampoco existirán cortapisas en su acceso al agua. Serán los nuevos latifundistas.
Si en el pasado los señores de la tierra que acaparaban legal e ilegalmente grandes superficies se dedicaban a la ganadería extensiva y a los cultivos de plantación, como el café, el algodón y la caña de azúcar, ahora los nuevos latifundistas extraerán recursos naturales.
Con el aval del Estado, las empresas tendrán a su disposición prácticamente cualquier superficie que apetezcan. A pesar de ser particulares, encarnarán una causa de utilidad pública. Las tierras de las que se apropien no se destinarán a cultivar alimentos, criar ganado o practicar la silvicultura.
La apropiación de la tierra y territorio por estos nuevos latifundistas romperá irremediablemente el tejido asociativo del campo. Con todas las limitaciones que se quiera, los núcleos agrarios han permitido hasta ahora la sobrevivencia de la pequeña producción campesina y sus formas de vida. En ellos se ocupa alrededor de 70 por ciento de la población rural, y se produce cerca de 40 por ciento de los alimentos.
Las promesas de bienestar y empleo para la sociedad rural con las que se envolvieron las manzanas envenenadas de las reformas al 27 constitucional, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y las políticas neoliberales nunca llegaron. Para sobrevivir, los campesinos se refugiaron en la migración, la siembra de estupefacientes y el retorno al campo. Con los nuevos latifundistas merodeando, la convivencia en ejidos y comunidades está herida de muerte.
La nueva relación entre empresas energéticas y campesinos dividirá gravemente a ejidatarios y comuneros con derecho a la tierra y al uso de los áreas comunes, de los avecindados que viven en las poblaciones rurales. Las empresas podrán repartir
beneficios a quienes tienen derechos agrarios y dejar fuera a los pobladores que carecen de ellos. Más aún, dentro de un mismo ejido o comunidad podrá tratar con unos cuantos ejidatarios y comuneros y dejar fuera del acuerdo a otros.
En lo inmediato, la incursión de este nuevo latifundista en el campo mexicano provocará expropiaciones de hecho, especulación con la tierra, sobrexplotación (y contaminación) de los mantos freáticos y privatización del agua. Simultáneamente propiciará desarraigo, ruptura del tejido social, proliferación de guardias privadas al servicio de las empresas, florecimiento de una cultura rentista, fortalecimiento de los cacicazgos locales, violación de los derechos humanos y la emergencia de un nuevo tipo de resentimiento social.
Las empresas despojarán a los titulares de la tierra o a sus propietarios mediante diversas figuras legales: arrendamiento, servidumbre voluntaria, ocupación superficial, ocupación temporal y compraventa. Con distintos nombres se trata de un mismo hecho: el expolio.
Aunque formalmente se eliminó de la ley de hidrocarburos la figura de expropiación y se le sustituyó por la de ocupación temporal, el despojo se mantiene. En la ley agraria existía ya la figura de expropiación de tierras ejidales y comunales y con la nueva legislación se conserva vigente. La expropiación sigue siendo una espada de Damocles que puede caer sobre la cabeza de los campesinos en casi cualquier momento. Sin embargo, a esta amenaza ahora se añade la de la ocupación temporal. La figura deja en el limbo qué tan temporal
será la ocupación. Su duración no tiene fecha de caducidad, es decir, puede mantenerse literalmente décadas. De paso, se permitirá a los nuevos latifundistas exprimir indiscriminadamente la riqueza de los predios sin tener que preocuparse por su sustentabilidad. Cuando ya no les sirvan, los devolverán devastados y carentes de valor.
Los consorcios energéticos que piensan invertir en México no pueden ignorar la posibilidad de toparse con expresiones sociales de descontento. Más aún ante un tema tan sensible como es el de la tierra. Una probadita de lo que les puede suceder lo han experimentado ya las compañías mineras en casi todo el país, las eólicas en Oaxaca, la CFE en el sureste y las zonas de riego del norte y el mismo Pemex en estados como Tabasco.
Domina hoy en la sociedad rural una enorme desinformación e incredulidad sobre los efectos que tendrán las nuevas leyes de hidrocarburos. Muchos campesinos simple y llanamente no creen que puedan ser despojados de sus tierras. Cuando comprendan el verdadero alcance del expolio en marcha, su respuesta será de pronóstico reservado. Más aún en un momento en el que la válvula de escape de la migración ha dejado de funcionar como lo hacía, y muchos mojados están regresando al país a sembrar sus parcelas.
La historia de México ha estado marcada por incesantes rebeliones agrarias. Pueblos y comunidades se han levantado una y otra vez en defensa de sus tierras y territorios. Contra viento y marea, los campesinos han persistido en el empeño de seguir siendo campesinos. No hay razón fundada de que ahora vaya a ser diferente.
Twitter: @lhan55