odo se mueve hacia la acumulación de una energía que debe disiparse, y que hoy se encuentra contenida, suprimida, marginada. El régimen de opresión que padecemos los mexicanos parece no tocar fondo. El conjunto de reformas estructurales, que son mecanismos políticos para legitimar jurídicamente una mayor depredación de los recursos de la nación y una mayor extracción del esfuerzo o la sangre de los mexicanos por parte del capital corporativo y globalizado, va deslindando una batalla final. Las nuevas formas parasitarias y de explotación que provocarán una brutal devastación del patrimonio biocultural del país (el segundo en el mundo), va alineando en el campo de batalla a dos finalistas. Se trata de un verdadero choque de civilizaciones, no en el sentido que lo planteó el politólogo estadunidense Samuel Huntington, sino de acuerdo con lo que vislumbró el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil en su libro México profundo. Esta es una perspectiva que encuentra sus fundamentos en la ecología política, porque la batalla de escala civilizatoria es también un rudo encuentro de proyectos. De proyectos de vida contra proyectos de muerte. En ese sentido es probable que el territorio mexicano sea, como algunos otros (por ejemplo el de algunos países africanos), el laboratorio de una batalla que se reproducirá y multiplicará por todos los rincones del planeta en el futuro próximo. Lo sorprendente es que muchos de los valores, ideas y visiones que parecen consustanciales a la realidad de la nación mexicana, en realidad son argumentos que se enfrentan en casi cada nación del mundo. El dilema mexicano no es sino un caso más, con sus debidas particularidades, de un deslinde de dimensión universal que lleva como sustento ese choque de civilizaciones. Bajo tal circunstancia, toda la gama de actores, no importan sus discursos, ideologías, visiones y concepciones, terminan respondiendo a dos fuerzas que aún no son capaces de reconocer: una civilización que intenta dominar e imponerse a costa de todo, y otra civilización que resiste ese dominio echando mano de todo aquello que obstaculiza o detiene a la primera.
La civilización opresora es la civilización industrial, cuyo motor profundo, oculto o visible, es el capitalismo en su fase corporativa y global, el cual lleva como sus dos brazos principales al aparato científico y tecnológico y un mercado dominado por la usura y la ganancia. Esta civilización opresora disfraza sus fines perversos, el lobo se pone la piel de oveja, bajo los paradigmas de lo moderno, el progreso, el desarrollo y la eficacia tecno-económica, todos convertidos en dogmas que alimentan una falsa conciencia, y que se hallan sumergidos e impresos en los genomas
de quienes los pregonan. No se crea que la de-mistificación de esto ha sido tarea fácil: el pensamiento crítico, desde sus diferentes matices, tribunas y orígenes, ha requerido de varias décadas para develar la verdadera esencia. Y aquí es donde se deben reconocer e invocar los análisis de pensadores tan notables como Erich Fromm, Arthur Koestler, Iván Illich y, más recientemente, los de Ulrich Beck, André Gorz, Enrique Dussel, Morris Berman y Boaventura de Sousa Santos.
La destrucción de la naturaleza, que ha adquirido sus máximas expresiones históricas bajo la civilización industrial, sitúa esta batalla en un plano inédito, nunca imaginado por ninguno de los más avezados pensadores críticos. Por una simple razón. Los impactos sobre el ecosistema planetario, provocados no por la humanidad, como suele afirmarse, sino por el Homo industrialis y, más precisamente, por el capitalismo global, han sido de tal envergadura y magnitud, que, según los reportes de amplios grupos de científicos de innumerables países, estamos ya ante una nueva fuerza geológica que obliga a reconocer la existencia de una nueva era en la historia del planeta. El Antropoceno, como se le ha denominado, parece iniciarse en 1950, momento en que todo se acelera, es decir, adquiere ritmos inéditos, y parece que terminará un siglo después, en 2050, cuando todos los escenarios apuntan hacia una sola dirección: el colapso. Se trata entonces de una civilización suicida, a la que contribuye todo miembro de la especie por razones de desinformación, ingenuidad, interés individual o simple cinismo. Estamos entonces frente a un gigantesco proyecto de muerte, ante un reto existencial de especie, e incluso frente a un proceso social que se enfrenta al propio proceso evolutivo del cual ha surgido y del que forma parte. La idea de que el ser humano ha progresado conforme el tiempo avanza se ha convertido quizás en el supremo mito, en la más grande mentira repetida por quienes se aprovechan de ese estado de gracia llamado modernidad.
En el caso de México, la civilización que resiste es la civilización mesoamericana (y en cada país existe la presencia, la reminiscencia o la ausencia de esa en función de su particular historia), un modelo societario con una antigüedad de al menos 7 mil años, que, a diferencia de procesos similares en Mesopotamia, Egipto, China, India o los Andes, evolucionó de manera casi aislada, es decir, sin contacto certificado con otras civilizaciones. La civilización mesoamericana creó el maíz y otras más de 100 especies de plantas, unas 300 lenguas diferentes, una matemática y una astronomía que permitió explorar el firmamento y medir el tiempo, una arquitectura que desembocó en monumentos y enormes construcciones urbanas, una agroecología y una agroforestería que desarrolló formas simbióticas con la naturaleza, una religión politeísta y naturalista con dioses y diosas y, especialmente, una manera de organización social basada en la comunidad como núcleo o célula de la sociedad entera. ¿Qué argumentos y evidencias permiten suponer que esta civilización existe y persiste? ¿Por qué afirmamos que son los mesoamericanos los que terminarán enfrentando al ogro industrial? ¿Acaso no es esta una posición romántica o idealizada? (Continuará)