ras varias semanas sin saber de La Voz Brava, como si el repartidor se hubiera enterado de mi extrañeza y hubiera deseado reparar el descuido, aun a sabiendas de que yo no habría tenido por qué reclamar nada, en cuanto dejó de llover salí y en el patio encontré no uno sino un par de ejemplares de un mismo número de la hoja de Brava. Por fortuna cada pseudo periódico llegó dentro de una bolsa de plástico, de modo que guardé uno de ellos sin la bolsa, empapada, y pude leer el otro sin necesidad de tenderlo a secar. Leí directamente la única columna firmada, la de Clarisa Landázuri, al final de la segunda y última página del impreso, o cómo llamar esa foja de fojas que me llega de tanto en tanto.
Gocé la colaboración de esa mujer con quien sigo sin cruzar palabra pero que, aparte de ser sin duda la propietaria del Café, al que subo cuando visito la Ermita en la cima de la montaña y, ya sea de subida o de bajada, paso a tomarme ahí un espresso, parece ser la directora y única colaboradora de La Voz Brava.
Me limitaré a entresacar algunas líneas de su columna.
En el primer párrafo revela que, después de meditar en diferentes ashrams a lo largo de una década, al fin el Maestro le había hablado. Y las palabras que él le dedicó a ella la alentaron enormemente.
–Por lo que he ido conociendo de usted y por lo que veo ahora, ya puedo darme por satisfecho sin verme obligado, como ante un fracaso, a encerrarme en el monasterio y dejar de ser más su guía. En conclusión, usted finalmente me transmite que ¡hay esperanza!
Después de esta más bien paradójica introducción, la comentarista de La Voz Brava incluye un listado de observaciones, dirigidas al municipio de la aldea.
Pregunta qué opina el presidente de dicho gobierno del estado de los camiones que recogen la basura de la población y que circulan por cualquier calle, cualquier carril y a cualquier hora. ¿Le parece que ofrecen un espectáculo presentable y, en particular, saludable? ¿Piensa que el servicio corresponde al de un país cuyos primeros pobladores de los que se tiene noticia se remontan a ocho mil años antes de la Era Cristiana?
Luego, en el mismo tono de crítica positiva, pregunta al jefe municipal si los oftalmólogos no le han hecho llegar su propia y alarmada observación de lo dañinas que resultan a todo par de ojos que las padezca las luces intermitentes sobre las patrullas que recorren cualquier calle del distrito, en cualquier carril y a cualquier hora; también, pregunta si los psicólogos, los sociólogos, los antropólogos y no sabría qué otros profesionistas especialistas han llegado a cuestionarse, investigar y responderse a qué puede deberse y cómo solucionar la displicencia, la falta de responsabilidad y la incompetencia generales de la gran y abrumadora mayoría de los empleados, vendedores, oficinistas, operarios, burócratas, dependientes, etcétera, de todo servicio que se ofrece al habitante, desde el de una farmacia hasta el de una universidad, hospitales, librerías, mercados, tiendas, restaurantes, consultorios médicos, Bancos, oficinas gubernamentales o cualquier otra, que defraudan el buen ánimo con el que se los busca y la confianza con que se los necesita; que decepcionan, irritan, impacientan y llegan a trastornar al más maduro, calmado, animado y comprensivo interesado que se ve urgido de recurrir a ellos.
Mientras yo leía este listado de quejas, ilustrado con ejemplos tan reconocibles e inapelables que me estremecieron, me preguntaba qué bondades podía haber visto el Maestro en Clarisa después de una década de meditación como para graduarla con la declaración de que había esperanza en ella. Se dice que quejarse es de tontos o de sabios, pero, confieso, si no hubiera yo leído el final de la columna me habría quedado con el incómodo sentimiento de que la misteriosa colaboradora de La Voz Brava sin duda habría aprendido a meditar, pero en cuanto a haber alcanzado la sabiduría como para que el Maestro la felicitara, lo máximo que podía yo concederle era una sucesión compasiva de puntos suspensivos.
Decía, lo que me devolvió la fe en Clarisa y en su sibilino Maestro fueron las últimas líneas de su colaboración, en las que describe, de una manera tan verdadera que el tema merecería un artículo en sí mismo, cuántas veces se santigua el paseador de perros de su vecino al iniciar el digno trabajo de su existencia.