Opinión
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El discurso del más allá
C

oncluida la labor de los Búfalo Bill del Senado y la Cámara, sólo resta ver cómo se instrumentan las reformas y se administra la nueva y novísima grandeza mexicana. Así se nos dice que hay que ver los procesos y los proyectos, como parte de un gran salto adelante, al estilo del presidente Mao, o de una reversión a fondo, al estilo de Deng, justificada en la evidencia de que aquel enorme país se les iba de las manos a unos grupos dirigentes diezmados y agotados por tanta turbulencia y lucha descarnada por el poder.

Si algo se sabe hoy, después de décadas de revoluciones, reformas, contrarrevoluciones y contrarreformas, es que no hay nada escrito para el después de unas u otras: el cambio es inevitable, pero sus influjos bienhechores pueden quedar escondidos o bajo las ruinas de imperios e ilusiones, por mucho tiempo. Pueden, incluso, dar lugar a reacciones sociales y rezongos elitistas larvados por periodos largos, tanto que sus protagonistas los pierdan de vista y sus herederos se sorprendan ante lo que es forzoso calificar de inesperado antes de reconocer ignorancia y miopía históricas.

Así suele estar empedrado el camino sinuoso del progreso de las naciones, como lo ilustran con creces las aventuras y desventuras de los mexicanos con sus modernizaciones. Y sus revoluciones.

El presidente Felipe Calderón quiso poner su huella en esta azarosa saga con aquello del tesorito escondido bajo las aguas profundas del Golfo de México, pero nunca tuvo mayor efecto tal promesa, salvo para agudizar nuestra desconfianza habitual cuando de poner en juego la riqueza natural se trata.

Incluida la tierra, no le ha ido bien al país en materia de movilización mercantil de dicha riqueza. Más bien, le ha ido mal si medimos el desperdicio en que han incurrido los grupos privados beneficiados y concentrados en cada episodio o, en el otro extremo, el que han causado décadas de abandono de su explotación racional y nacional so pretexto de falta de recursos o de respeto a una u otra doctrina de moda, siempre emanadas del mismo tronco de la economía convencional en sus versiones más pueriles, como las que se enseñan en algunas universidades foráneas.

Si, en efecto, nos esperan años de bonanza gracias a la explotación extensiva del petróleo abierta a la inversión privada, el gobierno tiene que dar cuenta, por adelantado, del grado o intensidad de dicha explotación y sus implicaciones sobre el acervo conocido y conocible de oro negro; tiene, también, que exponer con claridad y precisión y sin las alharacas que le han acompañado en su campaña por las reformas, el o los usos de los remanentes líquidos de esa riqueza que queden en manos del Estado.

Los compromisos del gobernador Agustín Carstens con la estabilidad y el cuidado de los excedentes, ahora desde su trono como fiduciario mayor del nuevo milagro, no son suficientes. Ya se sabe que el Banco de México está para dar confianza, pero una cosa es la confianza en la gestión monetaria y otra, muy distinta, es aquella que podamos depositar los mexicanos en el uso productivo, aquí sí transformador, que el Estado vaya a hacer de la abundancia. Y en esto último, poco puede ofrecer Banxico para luego reclamar fiducia pública.

El Banco, que sin duda merece las mayúsculas, fue por un buen tiempo no sólo el gestor de los equilibrios básicos en que descansó el crecimiento con estabilidad; fue, igualmente, un eficaz banco de desarrollo a cuyas iniciativas se deben Cancún o varios proyectos importantes de equipamiento industrial y hasta de bienes de capital, así como de fomento agrícola y pecuario. No lo es más y al haber dejado de serlo sin mayor consulta y deliberación, no digamos previsión, dejó que sus saberes y destrezas se oxidaran o emigraran sin garantía alguna de su recuperación pronta y eficiente.

Sin necesidad, el Banco volvió a lo básico, identificado con lo que algunos entienden por clásico, que no es precisamente lo que importa a la hora del desarrollo. Y se supone que en eso estamos, si es que debemos darle al enésimo discurso reformista de mercado del gobierno algún crédito que vaya más allá del culto al muñequeo del senador Emilio Gamboa o el diputado Manlio Fabio Beltrones. No son, por otro lado, el verbo y el modito autoritario del senador David Penchyna, el mejor medio para acomodar en la opinión pública, no se diga en la opinión política, un mensaje congruente. Más bien, todo lo contrario.

Puede, pues, darse por concluida la tarea y presumirse su impronta transformadora, lo que no puede hacerse es festinarla. El tramo por recorrer para que dicha transformación se vuelva desarrollo es largo y no hay hojas de ruta que le aseguren a nadie un buen arribo. Por eso es una lástima que se haya echado mano de lo peor de la vieja política para apresurar el paso a un más allá que, si nos descuidamos, puede estar precisamente ahí, fuera de la realidad y de la historia.