esde hace muchos años, por iniciativa entonces de nuestro inolvidable amigo Juan Sánchez Navarro, se organizó un desayuno que se celebra todos los viernes, hoy bajo la responsabilidad de Silvestre Fernández –que lo hace muy bien– en el que un invitado habla de un determinado tema por quince o veinte minutos y los demás asistentes le formulamos preguntas o comentarios acerca de lo dicho por él.
Este viernes le tocó la chamba a Gerardo López Guízar, presidente de un organismo de publicidad (no puedo precisar cuál), y hubo una gran amplitud de preguntas y respuestas.
Mi problema es que no oigo bien, no sé si por efectos del micrófono que todos usamos o, simplemente, porque mis auxiliares auditivos no son tan eficaces como debieran, y por lo mismo no me entero, por regla general, de los temas que se tratan. Pero como tengo la cara dura suficiente, el tema tratado, en sí mismo, me permite alguna intervención.
Precisamente de eso quiero escribir hoy. Porque somos un país tremendamente motivado por la publicidad y la propaganda.
Me atreví a sostener que no son dos cosas iguales, aunque tengo la certeza de su semejanza importante.
Creo que la propaganda significa el intento de atraer, sustancialmente, desde un punto de vista político, la opinión favorable de la comunidad. La publicidad, en mi concepto, tiene sobre todo un significado económico y procura la venta de mercancías y de servicios. Sin la menor duda envuelve una evidente capacidad de engaño, en tanto que la propaganda pretende convencer acerca de una ideología, lo que también puede ser engañoso.
No se me escapa que muchas veces –demasiadas, tal vez– la política tiene sobre todo un interés económico y a eso le podemos llamar corrupción, lo que produciría una semejanza notable entre los fines de la publicidad y de la propaganda.
Ambas suponen, ciertamente, un engaño, y puede considerarse que ese engaño implica una cierta forma de fraude. En materia de publicidad, el fraude se esconde detrás de la evaluación exagerada que se hace de un producto, mercancía o servicio. El vendedor obtiene, sin lugar a dudas, un beneficio económico, medido por regla general en una proporción al precio de venta. En la propaganda, el político busca decidir respecto de los problemas sociales de mayor intensidad y lograr con ello resultados normativos, por ejemplo: la disposición del petróleo que en otros felices tiempos se expropió en beneficio de México y que hoy se pretende que favorezca a economías extranjeras.
Me temo que en México somos más dados a creer en la publicidad que en la propaganda, porque la publicidad hace notable la individualización del beneficio, en tanto que la propaganda busca efectos generales. Podríamos afirmar, por ejemplo, que su objetivo principal es alcanzar el poder, sin perjuicio de algún beneficio también económico, aunque sea más importante lo primero que lo segundo. Para el destinatario de la propaganda, el beneficio concreto es una esperanza. Para el destinatario de la publicidad, la satisfacción de una necesidad.
Curiosamente, en nuestro medio, la publicidad tiene un desarrollo más importante, en tanto que la propaganda se materializa mucho menos, sobre todo a partir de la desconfianza que todos tenemos en sus resultados políticos.
Pero de lo que no cabe duda es que estamos sumergidos permanentemente en los evidentes poderes de la publicidad y la propaganda.