a fase del capitalismo, hoy dominada por la vertiente financiera-bancaria, se ha significado como la depredadora insignia del ingreso y el bienestar de los trabajadores. La concentración de la riqueza en pocas manos se asemeja a la sufrida durante el siglo XIX. Y, de seguir incrementándose tal proceso, bien se podría llegar a los extremos inconcebibles, tal y como recuerda y certifica el economista T. Piketty en su ya famoso libro El capital en el siglo XXI. Los límites humanos van siendo rebasados sin remordimientos y sí con celebraciones fastuosas. En Estados Unidos, por ejemplo, a principios de los años 80, el reparto de la renta nacional se distribuía 55 por ciento al trabajo y el resto al capital. Unos años después –de la que parece indetenible andanada derechista– el trabajo se apropia únicamente de 49 por ciento y el capital retorna a ser dominante: 51 por ciento del total. En España el fenómeno es un tanto más agudo como resultado de las políticas de austeridad que ha impuesto el dúo de partidos mayoritarios que son profundamente reaccionarios (PSOE y PP).
El castigo al ingreso del trabajo ha sido rapaz por las plutocracias rectoras en casi todos los países del mundo. Pocos, muy pocos, son los que se han podido resguardar de tan nocivo proceso: unos cuantos en Sudamérica y todavía más pocos en Asia. En la Europa civilizada
sólo algunos de los nórdicos, que han rechazado las directrices de la famosa troika (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Banco Europeo) han podido conservar sus proporciones que les permiten una aceptable igualdad social: 40 por ciento al capital y 60 a los trabajadores. El caso mexicano es una notable excepción, pues ha seguido con fidelidad inigualable las recetas del Consenso de Washington. Durante el largo periodo que va de los inicios de la reconstrucción posrevolucionaria hasta los primeros años 80 (los alegres 70 años del priísmo catalogado de histórico
) la mejoría en la distribución se hizo lenta, pero consistente. Se partió de una desproporción de 27 por ciento al trabajo, hasta llegar, en el ocaso del nacionalismo revolucionario
a 40 por ciento. Fueron los tiempos del progreso, de las unanimidades partidarias, de la permeabilidad entre clases, del relativo bienestar, de la fundación de organismos clave del desarrollo (IMSS, Issste, Infonavit) y del pacto social. A partir de las modernizaciones neoliberales, emprendidas a matacaballo para llevar al país al primer mundo, (1981) el ingreso de los trabajadores ha caído en picada hasta tocar, ahora, 28 por ciento. Casi la misma e injusta proporción que la registrada en los días inaugurales de la pacificación institucional.
Un estudio reciente hecho por los economistas estadunidenses (D. Baker y J. Bernstein: Full Employment and Prosperity) demuestra cómo, a un incremento en el desempleo de sólo 1 por ciento, corresponde un decremento de los salarios de casi 13 por ciento. Y esta correlación no se da, únicamente, en el contexto estadunidense, sino que es aplicable a otras economías: española, irlandesa, griega y demás. Las políticas públicas de empleo que se vienen diseñando se apoyan en fuerzas cupulares que impelen a mantener altos niveles de desempleo, una efectiva y probada ruta para deprimir los salarios. En México la situación al respecto puede ser, con propiedad, catalogada como grotesca y se lleva a cabo, sin miramiento alguno mediante los indignantes y ya peligrosos salarios mínimos
. Al desempleo (oficial) que se enseñorea por todo el país hay que añadir el inmenso subempleo. Esta es una firme causal para mantener postrados y aun regresivos los ingresos de las mayorías.
La situación descrita ha ido acumulando un corajudo descontento colectivo que se cuenta por millones en las variadas sociedades afectadas por la austeridad impuesta desde arriba. En España ha dado pábulo a una agrupación-partido (Podemos) que intenta canalizar dicho fenómeno contestatario. Ante la emergencia, se han desatado una serie de furiosas reacciones capitaneadas por la llamada Casta –una mezcolanza de élites públicas, críticos mediáticos y poderosos adinerados– que tilda, a Podemos, con las clásicas demonizaciones reaccionarias: populistas, bolivarianos, cercanos a ETA. En Grecia el explosivo aumento de las votaciones por la izquierda es ya un hecho político relevante. En Francia, aunque de signo ideológico distinto, también se sorprenden del crecimiento de un electorado extremista.
Pero, aparte de las políticas salariales, hay otros mecanismos que aseguran la continuidad del marcado desequilibrio en los ingresos de las mayorías que aqueja a este país. Conforman, juntas, todo un laberinto de medios, mecanismos y alegatos que desembocan en favores desproporcionados para los beneficiados de siempre: ese ahora ya reconocible uno por ciento que, en realidad, es apenas un ridículo 0.01 por ciento. La recién aprobada reforma de telecomunicaciones es sólo un episodio, ya bien documentado, de cómo se mantienen los favores y ayudas al duopolio televisivo y se coarta la competencia. La ferocidad con la que, en la ley y desde el poder, se ha castigado a los medios comunitarios e indígenas no sólo es un asunto de mercados sino que revela, a las claras, la arraigada postura clasista y, peor aún, racista del empresariado de nivel. Las leyes reglamentarias de la reforma energética cosificarán la tendencia concentradora, en esta ocasión con un fuerte ingrediente de servicios y regalos al capital trasnacional. Tal y como sucedió con los ferrocarriles, la banca, las minas, la construcción, la automotriz, la hotelería y demás. Las consecuencias de tal ruta no pueden evitarse por más que los medios de comunicación las intenten disfrazar, atenuar o modificar. El descontento nacional es una seria amenaza, de fuerza disruptiva ante el orden establecido y que saldrá a descampado una vez más.