Opinión
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Mar de Historias

Conste que te lo advertí

J

osefina Perdomo, nuestra portera, es una maravilla. Trabaja a conciencia, pone inyecciones, saca uñas enterradas y es solidaria pero con medida. Justifica su reserva con un argumento que disfruta repetir: A veces, por querer ayudar a otros, uno sale perdiendo. No hay que confiarse de nadie, ni siquiera de la sombra, porque si puede abusar de tu buena fe hasta ella te recontrachinga. Así se dice en mi pueblo.

La primera vez que le oí este planteamiento no pude menos que reírme; a ella, en cambio, se le descompuso el semblante: “Búrlate todo lo que quieras. Ojalá que un día no tengas que dar por ciertas mis palabras porque entonces voy a decirte: conste que te lo advertí”. Por desgracia empecé a darle la razón a Josefina muy poco tiempo después de que mi prima Taide llegó a este departamento.

Taide acaba de cumplir 46 años, sufre de bochornos y es torpe al caminar. Coquetería no forma parte de su vocabulario. Es tímida. No hay fotos en donde ella aparezca sola, ni siquiera en la de sus quince años; sin embargo se ve al fondo de todas las imágenes que ilustran hechos sobresalientes para la familia: bodas, bautizos, graduaciones, aniversarios.

Por cariño y también por lástima, siempre es invitada a la cena de Navidad. Taide llega sola y siempre con una caja de dátiles petrificados en una bolsa del súper. Con ese obsequio gana su derecho a ser la primera en sentarse a la mesa: come sin levantar los ojos y sonríe sin motivo. A la hora de las despedidas mi prima tiene que esperarse a que alguien se ofrezca a llevarla a su casa y así evitarle peligros y el gasto del taxi. (Es otro lujo inalcanzable para el raquítico sueldo que gana en la farmacia.)

Ajena a la molestia del conductor, Taide baja el vidrio, saca la cabeza por la ventanilla y se despide agitando la mano como una reina que desea congraciarse con su pueblo. En cuanto el automóvil se aleja no falta quien se refiera a mi prima como a la pobre Taide.

La foto del recuerdo

Mi madre es la encargada de proteger nuestras fotos. Hubo un tiempo en que podía dedicarse todo un sábado a fecharlas, identificar a los presentes y el motivo que los había congregado y al final a meterlas en álbumes de tapas marmoleadas. Después, conforme aumentaron sus obligaciones domésticas y su carga de trabajo, se limitó a guardarlas en cajas de zapatos bajo promesa de un día de estos ponerlas en orden.

Pensé que tal vez había llegado ese momento la noche en que, al volver de mi trabajo, encontré la mesa del comedor llena de fotos y a mi madre contemplando la que nos tomaron en La Sagrada Familia el domingo en que hizo la primera comunión mi sobrina Gaby. Su madrina fue Taide. Ni siquiera por eso ocupa el primer plano. Confundida entre la segunda fila de asistentes, aparece con un traje sastre de brocado rígido que la deforma y un sombrero que parece buñuelo. (El atuendo fue y es todavía motivo de burlas y del invariable comentario: Pobre Taide: ¿no se habrá visto en el espejo?)

Al acercarme a ver la foto mi madre se puso a identificar a los presentes como si yo no los conociera: “Aquí está mi cuñado. Esta es Lola: va para los 90 años y mírala qué derechita. El de la corbata de moño es Juanjo, el guapo de la familia. La de hasta allá es Taide. Pobre, tiene tan mala suerte: la asaltan, la hacen de menos en todas partes, la corren de los trabajos y ahora hasta de su departamento”.

Sospeché que mi prima debía rentas. No. En eso es muy cumplida. Su casera la urge a que le desocupe el departamento para dárselo a una hija que vivía en Los Ángeles y acaba de regresar. Hice la pregunta inevitable: ¿Y adónde se irá Taide? Mi madre siguió viendo el retrato. Con lo poquito que gana, a la calle, ¿a dónde más?

Le sugerí que preguntáramos entre nuestros familiares quién podía hospedar a mi prima. “Ya lo hice –me dijo– y ninguno puede. Las casas de ahora son dedales y apenas cabe una familia. No hay sitio para huéspedes. Ahora más que nunca le doy gracias a Dios de que vivamos en este departamento. Es viejo, la tubería está de llorar, pero al menos los cuartos son amplios.”

Le di la razón a mi madre. No le interesó. Seguía intranquila por mi prima: Si tuviera con qué, le alquilaba aunque fuera un cuarto de azotea, pero no puedo hacer gastos extras, y menos desde que tu padre ya no está con nosotras. (Quien la oyera pensaría que mi padre murió. No es así. Por lo que he investigado sé que vive en Querétaro con la caliente que venía a inyectarlo. No se lo he dicho a mi mamá: le subiría más la presión.)

Preferí alejarme del tema abandono y me concentré en el problema de Taide: ¿Qué plazo le da la casera para que se salga? Hasta el l5. En tan poco tiempo, ¿crees que la pobre vaya a encontrar adónde irse? La situación era crítica. Pensé en el único recurso inmediato para solucionarla: “Mientras consigue algo, que mi prima se venga a la casa. Le dejo mi recámara y me paso a la tuya. Puedo dormir en la camita de latón que me regaló mi madrina Chayo cuando cumplí l2 años. Total, no he crecido tanto”.

Me emocionó que otra vez fuera a dormir junto a la cama de mi madre, igual que cuando era chica y me enfermaba. Entonces hacía que mi papá pusiera mi camita junto a la suya, de modo que pudiera atenderme a cualquier hora. (Por cierto, entonces no encontraba la razón de que mi madre le exigiera a mi padre dormir al contrario de ella: con los pies en la cabecera y la cabeza en la piecera. ¿Será que desde entonces él empezó a considerar la posibilidad de huir con una caldosa? Mejor ni pensarlo.)

Donde caben dos caben tres

Mi madre aceptó mi proposición y corrió al teléfono para decirle a mi prima que, al menos por el momento, su problema estaba solucionado. Mientras ella empacaba nosotras haríamos algunos cambios para facilitarle la estancia. Repentinamente su explicación se comprimió en una serie de frases cortas: Sí, entiendo. En tu lugar le haría lo mismo. De acuerdo: pasado mañana, o sea el lunes a las siete.

Mi madre colgó y me hizo el resumen de lo que le había dicho mi Taide: Después de que su casera no hizo caso de sus ruegos para que le permitiera quedarse hasta el fin de mes, quiere demostrarle que ya no necesita su miserable departamento porque desde el lunes ya tiene en dónde vivir.

El espíritu vindicativo de Taide nos metió en una actividad frenética: a mi madre le dio por sacudir y barrer y a mí por sacar de mi recámara mis cosas más personales: libros, algo de ropa, mis maquillajes, mis recuerdos, entre ellos el que más adoro: una familia de osos que me regaló mi papá. Para el domingo estábamos muertas y sin embargo cocinamos una cena de bienvenida. Mientras comíamos imaginé lo feliz que iba a ser cuando preparáramos otra cena para despedir a Taide –según yo, a más tardar en un mes.

Mente asesina

Han pasado tres años de que mi prima Taide llegó a nuestra casa. Cada mañana, durante el desayuno, bendice a su casera: gracias a que la echó ella ha vuelto a disfrutar de la vida en familia, duerme mucho mejor (mientras que yo, apenas veo la camita de latón en donde tengo que enroscarme, pierdo el sueño) y ha recuperado la fe en los seres humanos. Se refiere a mi madre y a mí. Nos llama mis angelitas bondadosas.

En esos momentos sólo pienso en saltarle a la yugular. Para evitarlo me despido y bajo las escaleras de puntitas para no atraer la atención de Josefina. Por mi madre sabe de nuestros problemas por haber recibido a Taide y en cuanto me ve dice: Te lo advertí, ¿a poco no? Al escucharla me dan ganas de, también a ella, saltarle a la yugular. ¿Estaré en camino de volverme asesina?