n una ocasión mencioné el libro de José María Álvarez Añoranzas, el México que fue; extensa obra en dos volúmenes que con profundo amor y conocimiento describe la ciudad de México que le tocó vivir a fines del siglo XIX y principios del XX. A sus experiencias personales sumó el estudio de la historia, dando como resultado un trabajo formidable en todos los sentidos.
La estructura tiene mucha semejanza con La vida en México, de madame Calderón de la Barca y el Libro de mis recuerdos, de Antonio García Cubas. Son capítulos cortos con infinidad de temas sobre la vida cotidiana en la capital: teatro, circo, ópera, pastorelas, fiestas del Centenario, baños, museos, el inicio del cine, comida, mesones, en resumen, una deliciosa crónica de esa rica época de México.
Uno de los capítulos lo dedica al circo, tema que ahora está en discusión por el uso de animales. Vamos a recordar lo que nos cuenta don Manuel.
El primer circo tal como lo conocemos en la actualidad lo instaló en París en el siglo XVIII un inglés apellidado Beates, propietario de caballos, que daba funciones hípicas a semejanza de los antiguos romanos. Otro británico, mister Astley, agregó ejercicios de acrobacia, juegos malabares y un payaso. El éxito de ambas compañías pronto fue copiado por empresarios que daban espectáculos públicos con alguna gracia específica; podían ser animales amaestrados, magos, músicos y demás. El circo tenía la magia de conjuntarlos, siendo la imaginación y la oferta de personas con habilidades especiales el límite, pues todo cabía en él.
En la ciudad de México se tienen antecedentes desde 1831, año en que se presentó el espectáculo de Green en el teatro de Los Gallos, y se sabe que a mediados del siglo actuaba otro en el teatro Coliseo. A estas primitivas compañías se les llamaba de volantineros o maromeros; anunciaban las funciones por medio de desfiles callejeros, encabezados por el payaso que invitaba al público cantando simpáticas coplillas.
El primer payaso mexicano que hizo fama fue Chole Aycardo, quien llegó a tener su propio circo en 1847, bautizado como Olímpico, ubicado en la calle del Reloj, hoy Argentina. Veinte años más tarde causó revuelo la llegada del Circo Europeo de Chiarini, que se instaló en el hermoso claustro del convento de San Francisco, que aún existe en la calle de Gante, ahora convertido en templo metodista. En éste apareció Jack Bell, padre del payaso Ricardo Bell, quien se convirtió en ídolo del público a lo largo de medio siglo, ya instalado en el Circo Orrin, que durante muchas décadas fue el mejor del país.
Es impresionante conocer todos los animales que participaban en el espectáculo: focas, búfalos, llamas, osos grises y polares, elefantes, lagartos, avestruces, orangutanes, perros, toda clase de equinos que incluían percherones y ponis, dromedarios, panteras, leones y tigres. De estos últimos nos platican las crónicas que en más de una ocasión se merendaron al domador a la vista del horrorizado público. Miss Fajarduss, que exhibía cacatúas y palomas amaestradas luciendo su gracia y sus formas esculturales
, competía con la italiana Mantollini y con la francesa mademoiselle Emilienne D’Alenzon, quienes no cantaban mal las rancheras.
Mucha fama tiene el Circo Ruso, lo que nos trae a la mente el restaurante de ese origen: Kolobok, que se encuentra en la glorieta de Santa María la Ribera, en Díaz Mirón y Dr. Atl, con vista al Kiosko. Lo atiende Vladimir, su dueño, joven ruso que prepara la auténtica comida de su país. Las sopas campesinas: borsch de betabel y rasolnik de cebada y ensaladas de otoño, verano y del mar, así como la clásica shuba con arenque.
De platos fuertes los famosos befsrtoganov, el gulyash y el golubtsy. Ofrecen para beber el kompot, que es un ponche frío de frutas secas o un vasito de vodka bien frío. De postre, pastel de miel o blinis.