l viernes 20 de junio, Leonardo Lomelí y yo comimos con Arnaldo Córdova en su casa y tuvimos la que fue nuestra última conversación. Más que hablar de la vida y de la muerte que se acercaba implacable, Arnaldo optó por pasar revista a algunos de los temas que habían formado el núcleo de nuestra larga conversación de amigos y compañeros de lucha, interés y preocupación por temas fundamentales de la política: su lugar en la conducción de la economía; la relación de la política democrática no sólo con dicha conducción sino con la conformación de las economías políticas; el papel y lugar de los empresarios; las reformas, siempre presentes en nuestro intercambio y siempre exigentes de nuevos o más robustos argumentos y discursos. El reformismo admite muchos colores
, me atreví a sugerir en algún momento y logré una sonrisa pícara de asentimiento y satisfacción de nuestro amigo.
Ahora, como mínimo tributo al homenaje que hemos empezado a brindarle, dedico estas páginas a la cuestión más que actual de la relación entre la economía y la política y a la de la jerarquía entre ambas.
La economía mexicana se mueve a más de dos velocidades, no para producir muchos Méxicos
escindidos fatalmente, sino por un panorama abigarrado dominado por el sube y baja de los indicadores fundamentales, siempre a ras del suelo, y bajo el imperio de la desigualdad y la pobreza masiva. Así están los escenarios de nuestro presente continuo y el futuro evanescente.
La construcción no acaba de recuperarse y es claro que las exportaciones, en el más generoso de los cálculos, no sirven para una recuperación sostenida y durable del conjunto de la economía. La inversión no fluye en los niveles mínimos necesarios para salir del predominio de las tendencias al estancamiento y el consumo no repunta porque los salarios y el empleo de la mayoría trabajadora se mantienen congelados, cuando no a la baja. Este es, a la fecha, el parte de guerra del frente económico, del que habría que decir, por desgracia, que sin novedad.
Ya deberíamos haber llegado a un momento de la verdad que nos permitiera decir, como en prácticamente todo el mundo, que la economía es algo demasiado serio para dejarla en manos de los expertos, muchos de ellos autodesignados y sin riesgo alguno de encarar una evaluación de su desempeño. Pero no es así y hay que temer que siga así la situación, si las palabras presidenciales sobre el tema marcan la pauta en la materia.
El Presidente dijo que no se pueden crear empleos por decreto, y podemos concordar con él, sin olvidar que en ciertas circunstancias al Estado le corresponde hacerla de empleador de última instancia
. Pero lo que no dijo es que la economía, por ella misma y en las condiciones actuales, tampoco puede hacerlo, no al menos en la proporción y con la calidad que se requiere. Si lo hiciera podríamos estar en la antesala de una discusión sobre la política económica diferente a la que ha privado hasta la fecha.
Que la política se ponga al mando no es sugerir ninguna vuelta al pasado, mucho menos al del nunca jamás populista que los golpistas neoliberales se inventaron como relato de la historia reciente, e insisten en mantener a pesar de las evidencias. En realidad, sólo se trata de poner las cosas al derecho, para empezar a salir del pozo de confusión en que nos metimos con el cambio estructural de mercado de fin de siglo y que sus legatarios quieren prolongar hasta llegar, supongo, al centro de la tierra.
Que la política esté al mando quiere decir, sobre todo, asumir que en la actual coyuntura la inversión privada no puede ser el vector catalizador y dinamizador; que para serlo, tiene primero que ser empujada y jalada por un factor exógeno al mercado y sus señales de corto plazo y que, hasta el día de hoy, ese elemento exógeno que puede ponerse por encima del mercado y sus perspectivas nebulosas y chatas es la inversión pública, junto con la acción dirigista y activista de otros órganos del Estado, en particular su banca de desarrollo.
La diferencia con el pasado desarrollista, también debido a la intervención estatal y a su dirección, es el contexto mundial de intensa globalización comercial y de las finanzas, así como de los gustos, las modas y la cultura de las masas y de las élites. Es decir, todo aquello que conforma el telón de fondo para que, en su momento, los animal spirits de que hablaba John Maynard Keynes cambien de signo y talante y decidan arriesgarse e invertir.
No está de más recordar que cuando Keynes dijo que en el largo plazo todos estaríamos muertos, lo hizo frente a los necios de la economía convencional que insistían, en medio de la gran depresión y su cauda de desempleo masivo, en que había que esperar a que las aguas volvieran a su nivel, los salarios al suyo natural
–que suele ser el mínimo o por debajo–, y regresaran las ganas de invertir y emplear. Siempre y cuando, por lo menos hipotéticamente, haya un nivel de inactividad y desocupación que puede sentar las bases para volver a empezar. Pero nadie puede garantizar que eso se vaya a dar en nuestro tiempo ni que las mayorías afectadas vayan a soportar sin chistar este (des)orden de las cosas que sólo los lunáticos pueden calificar de natural
. Tal era, pienso, salvo la mejor opinión de mi amigo Federico Novelo, el sentido de la célebre frase de John Maynard.
En el corto plazo, para nosotros, no hay esperanza alguna. Por eso es que he propuesto que, en contrafraseo del inglés, hay que decir que sólo el largo plazo nos promete vida, y no para el más allá, sino para el aquí y el ahora. Pero precisamente para eso se necesita de la política y sus capacidades para fraguar acuerdos fundamentales entre clases, comunidades, regiones, que permitan inventar y ganar tiempo sin caer en faramallas reformistas que amenazan volverse la patética continuación de la reformitis que nos llevó al estancamiento estabilizador consentido y hasta festejado por Fox y su sucesor.
La política al mando supone su renovación, que no será fácil; pero renunciar a ella es renunciar a vivir en el presente, del que parte el largo plazo, para sumirse en la irrealidad de las expectativas evanescentes y de las frustraciones colectivas tras las cuales suele venir la negación del orden y el rechazo de todo futuro creíble, que poco tiene que ver con las fantasías de la señora Christine Lagarde y su compañero de viaje alojado en la OCDE.